En estos días, se anunció —esperada y necesaria desde antes—
la abdicación del rey español, Juan Carlos I de Borbón y Borbón-Dos Sicilias.
Actor decisivo de la Transición postfranquista junto con el recientemente
fallecido Adolfo Suárez González, con ambos termina esa etapa fundadora de la
democracia en España.
No voy a relatar su historia —ni la positiva ni la oscura—
porque ya ha sido y harto. Me extenderé a lo importante: los entornos.
El primer entorno es inmediato, con ámbitos proyectivo y
disruptivo. Del primero, hoy confluyen varias crisis en España —económica que
no termina; fragmentadora; de descrédito de la clase política— y la continuidad
del modelo incorporándole mejoras imprescindibles —y no hacerlo es suicidio— puede
ser razón de estabilidad. Austeridad y transparencia, pero con inmediatez y
proactividad, serían recursos que ayuden a mejorar el modelo vigente; en este
sentido, la reconfirmación de la aceptación ciudadana mediante su voto —el
referéndum sobre el modelo de gobierno— puede ayudar a crear confianza si
triunfara su opción, pero no ahora que es momento de incertidumbres ya
señaladas sino mediato, cuando haya clarificaciones.
Por su parte, el
disruptivo —¡República ya!— me retrotrae a las dos experiencias anteriores: la
primera, muy corta (1873-4), sumamente inestable, con facciones internas
irreconciliables; la segunda, corta (1931-9), también inestable y
contradictoria, cuyas propias fuerzas nuevamente irreconciliables y enfrentadas
fueron caldo de cultivo para la sublevación militar, la Guerra Civil —“laboratorio”
militar entre el Eje fascista y la Unión Soviética comunista— y la posterior
dictadura franquista. El común denominador de ambas: desunión de sus propias
bases políticas. Las causas: la falta de un proyecto país consensuado y la
ausencia de diálogo.
Esta falta de consenso es lo que encuentro en la nueva propuesta
de República, al margen de su aceptación o no por la sociedad en su conjunto.
Deshacer lo existente para hacer lo diametral sin acordar cómo hacerlo: ése es
el resumen de las dos anteriores y de la actual, y es también mucho, muchísimo,
de nuestra historia iberoamericana —de ambos lados del Atlántico—, que es el
segundo entorno: centrípeta y centrífuga a la vez, individualizada y
personalizada, volitiva, continuamente negadora y permanentemente
reconstructora.
Si autarquía es “dominio de sí mismo” y “autosuficiencia” y
gen “unidad transmisora de la herencia”, revisando nuestra historia —de allá y
de acá— desde el Medioevo encontramos repetidos hasta el cansancio la continua
ruptura, la falta de consenso, la mutua negación, el poder personalizado —transitorio—
en caudillos con disímiles etiquetas, fenómenos que, en atrevida propuesta
conceptual, responderían a un gen autárquico que hemos desarrollado en esa
herencia y con el que, independiente de ismos, volvemos a actuar.
Pero, como enseña la genética, no es condición fatal porque
una acción sobre el gen puede cambiarlo: La necesaria conciencia de ello.
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