martes, 21 de abril de 2020

Para el día “después de después de mañana”



La semana pasada publiqué “Para después de mañana y otras reflexiones” con el modelo de Estado y país que algunos —o muchos, y me incluyo— quisieran tener; espero que haya dado pie a alguna meditación. También reflexioné sobre el COVID19 y nuestra sociedad y creo firmemente que, cuando pase la pandemia —aunque el virus seguirá como otras epidemias que nos han llegado, ya sin el carácter críticos—, la salud pública en Bolivia se acercará a la capacidad de satisfacer las necesidades de la población, superando el abandono de los 14 años anteriores que terminaron de descalabrar un sistema que siempre fue penosamente deficitario.

Hoy quiero reflexionar del día “después de después de mañana”, cuando todo el mundo regrese —paulatinamente— a sus actividades, las muertes hayan dejado de ser noticias y el heroísmo de los trabajadores de la salud se mencione como su juramento hipocrático.

Ésta es una infopandemia y las redes sociales —también los medios, cada vez más dependientes de las redes— nos han provocado una infoxicación de bulos y mentiras —fake news— como de hipótesis. En mi anterior columna ejemplifiqué con el HIV para mencionar la generación que entonces desapareció con el virus y cómo éste —más “selectivo” en edad que en promiscuidad— se llevará, en Europa al menos, a muchos que perdonó la otra; hoy retomo el HIV y el SIDA para recordar las entonces casi infinitas versiones sobre vías de contagio y formas de prevención —la curación no era creíble— que se decían. Las “olas” versionales entonces eran más lentas; hoy, al vox populi —el “dijeron”— lo ha sustituido las redes sociales como tsunamis.

Me “apropiaré” de Yuval Noah Harari, historiador, escritor israelí y gurú del dataísmo —el Big Data como fundamento filosófico—, cuando fija dos diferencias entre la pandemia del COVID-19 y otras de la historia: la positiva es que antes la ignorancia era lo peor de las epidemias, «la gente moría como moscas y nadie sabía por qué, ni qué se podía hacer contra ella»; la negativa son las previsibles consecuencias políticas y económicas porque: «El mundo hoy es mucho más frágil. [A pesar de nuestros] conocimientos tan avanzados [somos víctimas de] la falta de unidad global».

Cuando pasemos a la próxima página, encontraremos un mundo posiblemente distinto: triunfa el aislacionismo —cierre de fronteras; el #Me First campeando como valor político—, el multilateralismo en conmoción —una Unión Europea cuestionada; la OMS y, por ende, toda la herencia de San Francisco 1945 venida a menos; la globalización conmocionada—; la economía global profundamente vapuleada y el mundo cada vez más dependiente de los flujos de datos —algo aún lejano para nuestras sociedades “rezagadas” pero diario para muchos países, no sólo China— que puede llevarnos a sociedades tan controladas como la de 1984 de George Orwell.

Súmesele para nosotros un sistema democrático maltrecho después de catorce años de hegemonía autoritaria y ocho anteriores de disgregación del Poder del que no escaparon —o coadyuvaron— Bánzer, Quiroga, Sánchez de Lozada y De Mesa y una economía calamitosa a pesar del Jauja de la Década Dorada, la de los precios extraordinarios por nuestro gas pero también por nuestra soya y nuestros minerales, tanto dinero llegado a Bolivia en esos siete años —2008 a 2015— como en los más de 180 precedentes.

Llegado acá, no pude dejar de recordar “Paisaje después de la batalla” de Andrzej Wajda, donde la conmoción de la muerte de la joven judía golpea en el poeta —también recién liberado del campo de concentración— y desbloquea sus sentimientos y creatividad reprimidos por sus verdugos nazis. Coincidiré con el filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han que: «El coronavirus está poniendo a prueba nuestro sistema»; la pandemia debe movilizarnos para construir lo mejor —quizás con Vivaldi, como Wajda, y “La Primavera”— y superarnos a nosotros mismos.

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martes, 7 de abril de 2020

Para después de mañana y otras reflexiones



El sábado murió Luis Fernando Aute —recuerdo a la Massiel cantando Rosas en el Mar en 1967—, días atrás Lucía Bosè —la gran musa del neorrealismo italiano. Fueron parte de una larga lista que ahora me regresó también a los años 80, cuando desaparecieron al menos dos generaciones de grandes artistas —en plenitud de sus juventudes— por el entonces desconocido HIV; hoy, la mayoría son de las tercera y cuarta edades, como si la Parca quisiera completar, 40 años después, el trabajo que no concluyó.

Para mí, este encierro y estas muertes me han recordado que la inmediatez muchas no me deja mirar cuando escribo a futuro. Aprovecharé ahora, yo con tiempo y con la confianza de que muchos la leerán —sin inmediateces que lo impidan—, para elucubrar sobre una Bolivia que quisiera ver.

Primero que todo, entre 2003 y 2005 —incluso no estando permanente en el país— encabecé un largo estudio como consultor de la Universidad Estatal de Nueva York (The State University of New York: SUNY) sobre cómo veíamos y aspiraríamos a que fuera el sistema parlamentario en Bolivia. Como han pasado 15 largos años, no creo que haya observancia de la propiedad intelectual del estudio.

Se hicieron muchas encuestas y muchísimas entrevistas en profundidad; algunas, para evitar susceptibilidades ideológicas, se les dijo que eran para otros destinatarios —incluyendo las cátedras que ejercía en la UCB. Políticos —sobre todo congresistas en un amplio arco político desde Felipe Quispe y Evo Morales hasta Leopoldo López y Ernesto Suárez—, directores de medios y periodistas, líderes de opinión… opinaron sobre cuál en su percepción sería el mejor modelo legislativo para Bolivia: ganaron Congreso unicameral y diputados uninominales; también hubo espacio importante para un sistema de elección que no coincidiera con el presidencial, las llamadas elecciones de medio término pero que, en nuestro hipotético caso, abarcarían el medio final de un período presidencial y la mitad inicial del siguiente.

Hubo muchísimos más resultados pero me quedo con estos tres en lo congresal. Ahora opinaré, a modo personal, sobre cuál forma de gobernarnos preferiría. Empezaré diciendo que Latinoamérica heredó de España y Portugal la idea de gobiernos fuertes y centrales: basta recorrer desde la independencia los caudillismos presidenciales —cuasi monárquicos—, muchos de ellos fatales para nuestros países. Mucho se nos ha pontificado sobre las “virtudes” del presidencialismo; yo abogo por el parlamentarismo, con un presidente —como el alemán, para no hablar de monarquías simbólicas— revestido de la representación del Poder pero sin ejecutarlo y un jefe de gobierno —llamémosle primer ministro —como en Canadá o, de nuevo, Alemania— en delegación de la mayoría parlamentaria —propia o aliada— que gestione ese Poder. Con dos condicionantes al Presidente: siete años de ejercicio —los pitagóricos— y no reelección; el jefe de gobierno tendrá tres años y medio de ejercicio —si no lo saca antes el parlamento— hasta la siguiente elección, de medio término o de término final de la presidencia. Hay quienes representarían con lustre el Poder pero no serían aptos para ejercerlo, mientras otros, con gran aptitud para gestionarlo, nunca serían beneficiados con él en un presidencialismo. Las cortes leonesas de 1188, el Riksdag sueco de 1435 y el Parlamento británico de 1707 fueron los antecedentes —el Senado romano y la Ekklesía griega fueron excluyentes—, Alexis de Tocqueville y Montesquieu lo defendieron y los Padres Fundadores en 1776 y la Asamblea Nacional Constituyente en 1789 lo aplicaron. Claro que habría que cumplir lo que preconizaba Jürgen Habermas: el debate racional y sereno que lleva al consenso y no las manos levantadas por consignas.

Quiero, como final, reflexionar sobre el COVID19 y nuestra sociedad. Creo, como Henry Kisssinger refiriéndose a EEUU, que «ahora, en un país dividido, es necesario un gobierno eficiente y con visión de futuro para superar los obstáculos sin precedentes». La herencia tras el 10 de noviembre de un país bordeando la quiebra y en profunda crisis sanitaria amilanaría a muchos; eso no pasó pero tampoco se dudó que «Ningún país, ni siquiera Estados Unidos, puede en un esfuerzo puramente nacional superar el virus», como sentenció Kisssinger. La pandemia nos llegó el 10 de marzo con los dos primeros casos detectados pero desde el 26 de febrero se estaban aislando sospechosos; hubo y hay muchas carencias y, también, errores al improvisar como en todos los países afectados pero, a pesar de ello, se ha avanzado en moderar la diseminación.

Aunque se cancelaron las campañas políticas, entiendo que algunos candidatos —no importa el “color”— hagan un proselitismo soft a través de acciones solidarias; incluso comprendo que haya quienes critiquen la decisión de la Presidente Añez de postularse porque a un candidato le tronchó lo que (éste suponía) era una presunta victoria y a otro le frustró copar un departamento. Lo que no entiendo ni acepto es la promoción de atentados a la salud, incitando a manifestaciones y movilizando marchas: eso es criminal en un momento en que la gran mayoría de los actores sociales y políticos aúnan esfuerzos sin consignas políticas. 

Tampoco entiendo que una “autoridad” como la masista Defensora del Pueblo haga gala pública de falsedad al afirmar que «Latinoamérica y Bolivia sabían en septiembre de 2019 que la pandemia del coronavirus estallaría» porque «se sabía a nivel Latinoamérica en 2018 que venía la pandemia» y «no por unos casos se va aplicar políticas públicas, eso es irresponsable»; la mentira se cae cuando se recuerda que Li Wenliang, el oftalmólogo de Wuhan que alertó de un nuevo tipo de coronavirus —variante del SARS de 2002—, recién lo hizo el 30 diciembre de 2019. Pero, le pregunto, en el hipotético caso de que se sabía desde 2018, ¿qué hizo el MAS? ¿Estolidez o estupidez? ¿Estolidez o estupidez?

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