Hay un voto que lo motiva no la afinidad si no el rechazo.
Es el «voto castigo» con el que más de 49 millones de electores brasileños —casi
tantos votos válidos como sumados los de los demás 12 candidatos— más que elegir
a Jair
Messias Bolsonaro como Presidente da República Federativa do Brasil,
castigan a los que los han gobernado desde que la redemocratización de 1985 inició
su Nova República.
Porque si no fuera así, ¿cómo explicaríamos que llegará a
presidir el país más habitado de Latinoamérica —con 59% a 60% de intenciones para
la segunda vuelta— y la novena economía del mundo en 2017-2018 (y el quinto más
desigual) este capitán de reserva que ha sobrevivido con muy poco desempeño como
diputado siete legislaturas, que ha estado en nueve pequeños partidos —como el Social
Liberal que lo llevó como su candidato— en los últimos 30 años y al que El País describe como «ambicioso, ultraderechista, misógino y
nostálgico de la dictadura» y, también, «testarudo,
polémico e inteligente» [“Vida y ascenso del capitán Bolsonaro”, 21/10/2018]
(con mucho más tino que cuando [“El
legado de Lula” (editorial), 04/09/2018] catalogó al expresidente —en cárcel por corrupto— como «el político brasileño [que
entendió] la acción política como el respeto total y absoluto a las reglas
democráticas» cuando su mayor aporte democrático fue “democratizar” la
corrupción)?
«Voto castigo», «voto sanción» que desde 2015 marcó muchas
de las elecciones latinoamericanas. Ese año, el electorado argentino votó
contra el continuismo del kirchnerismo, lo refrendó en 2017 e incluso hoy
rechaza la “herencia” de los Kirchner —a pesar de que Cambiemos no ha tenido
los éxitos prometidos por razones propias y por legadas desde Perón. Este 2018,
Colombia y México fueron ejemplo de ello: los colombianos en mayo castigaron el
legado de Juan Manuel Santos dando al candidato de su Partido Liberal sólo el
2,05% de los votos y en junio —en ballotage—
penaron con casi 13 puntos porcentuales de diferencia al candidato de la
izquierda afín con el socialismo 21; en julio, los mexicanos le dieron victoria
a Andrés Manuel López Obrador —un ex líder priista— y castigaron tanto al
gobernante PRI —que repitió sus errores— con tercer lugar como segundo al PAN —que
desaprovechó su docenio. Distintas visiones: conservadoras liberales en
Argentina y Colombia, de izquierda nacionalista en México —la del PRI de sus
años de más poder, más la de Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y, sobre
todo, Luis Echeverría que la de Lázaro Cárdenas aunque se vista de ella—y de
ultra derecha en Brasil pero todas “castigando” a quiénes le antecedieron.
No es distinto en Bolivia. En 2016, los ciudadanos negaron
la reforma constitucional para permitir una cuarta postulación del binomio
presidencial; en 2017, el partido de gobierno utilizó al TCP —promovido por el
mismo partido— aprobara su repostulación tras una libérrima y muy interesada “interpretación”
del Acuerdo de San José sobre derechos humanos; en 2018, también modificó el
Proyecto de Ley de Organizaciones Políticas y lo aprobó a volandas contra el
criterio del mismo Órgano Electoral, modificando los plazos y su esencia a
conveniencia de la reelección y provocando a hoy una crisis interna en el Poder
Electoral —cuarto Poder del Estado del que sus otros similares desvaloran.
Más que por una candidatura de unidad opositora —aún en
ciernes—, las tendencias proyectan un voto castigo al prorroguismo. Su
efectividad dependerá mucho de cuán coherente y desprendida sea esa unidad y de
cuál será el Proyecto de País que proponga.
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