La sombra de los impeachments
de Collor de Melo y Rousseff —los dos presidentes juzgados en Brasil en 1992 y
2016, respectivamente— se cierne cada vez más amenazadora sobre Michel Temer
porque las acusaciones del procurador general Rodrigo Janot por corrupción
pasiva del mandatario ya llegaron al Congreso, dónde —como en marzo del año
pasado— se deberá decidir si procede o no avanzar en el proceso congresal. Un
Congreso donde los aliados de Temer —como con Dilma— se van reduciendo pero que
aún tiene el apoyo oficial de su partido —el PMDB— y del de la socialdemocracia
—PSDB, a pesar de importantes voces dentro de éste pidiendo la renuncia, como
la de su líder histórico el expresidente Cardoso— y la tácita complicidad de
muchos congresistas también inmersos en procesos o sospechas de corrupción.
Salvado por la mínima —4 a 3— de la
destitución por el Tribunal Superior Electora, la delación premiada del
empresario Joesley Batista lo ha hundido. La reacción de Temer de victimizarse
con “un complot político” y de insinuar que Janot —líder, junto con el juez Sérgio Moro,
del actual combate contra la corrupción— estaba complotado con Batista y había
recibido dinero de éste sólo son chicanerías para ganar tiempo.
Las protestas populares contra las
medidas económicas y fiscales son el telón de fondo de esta situación, en la
que gran parte de la clase política brasileña —incluido el expresidente Lula da
Silva— está inmersa, que puede fracasar los tímidos avances macroeconómicos
actuales.
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