martes, 4 de julio de 2017

El colapso de un anti-Estado


Acabo de leer en Aporrea —publicación emblemática de la izquierda cada vez más distanciada del postchavismo— “El colapso del Estado Madurista” de Heinz Dieterich Steffan, padre del socialismo del siglo 21 y actualmente profundamente crítico del madurismo. Al margen de discrepancias que tengo con el artículo—como lo de un “sistemático terror blanco” opositor—, coincido plenamente con su afirmación del fracaso de la cúpula gubernamental y de la situación irreversible —para el madurismo— que ha llevado al país a “la hora de los balazos” porque se “sustituyen los mitos fallidos del sistema mediante el miedo y el terror”.

Venezuela llegó a una espiral de implosión tras el fracaso, de una parte, del modelo socioeconómico estatista centralizado impuesto por el difunto Comandante-Presidente —basado exclusivamente en el rentismo petrolero— que, si bien ayudó a la justicia social en su primer momento, la irresponsabilidad de repartir, por una parte, esa riqueza sin invertirla en desarrollo sostenible —se fue destruyendo aceleradamente su industria y agricultura gracias a las importaciones y la política de confiscaciones y “nacionalizaciones”— y, por otro, utilizarla prebendalmente para expandir su proyecto político —vía Petrocaribe, Unasur, Alba— bajo el falso discurso de “solidaridad”, despilfarro arbitrario que, tras la caída de los precios del petróleo —el petróleo venezolano en junio 2008 alcanzó a cotizarse 144 dólares/barril pero en marzo de 2015 cayó a 47; el viernes pasado estaba a 46,15— hundió la economía y reprodujo con creces los índices de pobreza del país —la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela 2016 realizada por las principales universidades del país reveló que 81,8 % de los venezolanos viven en pobreza y el país es el "más pobre de América Latina"—, generando un creciente e indetenible descontento, a lo que se unen la corrupción galopante y ostentosa desde el Estado, el narcotráfico institucionalizado y una violencia de 91,8 muertes violentas por cada cien mil habitantes en 2016, según el Observatorio Venezolano de Violencia, lo que ha llevado a que los mitos y la narrativa oficialista queden totalmente desacreditados y descreídos.

Los dos últimos meses aceleradamente se han socavado las bases del madurismo con casi un centenar de días de protestas masivas en todo el país que la dura represión policial, de la Guardia Nacional, los colectivos —el lumpenproletariado que mencionó Karl Marx— y reciente las FFAA —90 muertos— no doblegan, junto con escasez generalizada —74% de desabastecimiento en alimentos y 76 en medicinas—, inflación galopante —127,8% acumulada a mayo y 720 pronosticada para el año— y violación flagrante de la legalidad —la Constitución chavista de 1999—, conllevando el repudio internacional —frenado en la OEA por sus escasos aliados y la abstención de pocos países que medran de Petrocaribe— y que importantes sectores chavistas —la fiscal general Luisa Ortega Díaz, su cara más visible, ha jurado defender con su vida la Constitución— se enfrenten al gobierno y el malestar cunda en las instituciones armadas —aunque la reciente agresión con granadas al Tribunal Supremo madurista desde un helicóptero aparenta más un montaje para justificar un autogolpe por las dos horas que sobrevoló la zona gubernamental en Caracas para después irse y desaparecer el piloto; de no serlo, desnudaría una inmensa ineficiencia militar.

La revista colombiana Semana tituló que Ortega Díaz estaba “acorralada por el gobierno de Maduro”. En realidad, el único acorralado y con cada vez menos opciones es el madurismo y sus promotores.

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