Venezuela,
desde 1958, fue una de las democracias más sólidas en Latinoamérica. Cuando las
dictaduras —o
las “dictablandas” como la de Torrijos en Panamá o Alvarado en Perú— se
enquistaron en casi toda Latinoamérica, Venezuela —con México y Costa Rica—
resistieron el embate. Su democracia también resistió la intentona golpista de
1992 y el golpe abortado de 2002 —el primero de Chávez, el otro contra Chávez—
pero no resistió la acelerada desinstitucionalización chavista que se profundizó
tras la muerte del Comandante y el advenimiento de un incapaz Maduro, cada vez
más manejado por grupos acusados de narcotráfico y vinculación al terrorismo.
La amplia derrota electoral en
las legislativas de 2015 los llevó a radicalizar sus medidas, desconociendo la
Asamblea a través de su Tribunal Supremo títere y concitando un cada vez mayor
rechazo regional. Si antes los países que podían criticar el deterioro
democrático venezolano estaban acobardados por los aliados internos del
chavismo y por el amplio grupo de países gobernados por la ALBA-TCP y el Foro
de São Paulo, ahora son cada vez más los críticos —incluso entre sus “aliados
de interés” en PETROCARIBE. Si el martes 20 países apoyaron el informe de
Almagro sobre la grave crisis humanitaria y de derechos humanos, la ruptura del
orden constitucional —autogolpe judicial— el miércoles, desconociendo la
Asamblea Nacional, con seguridad provocará más desafecciones.
Los fracasados diálogos —de sordos
para el chavismo— demostraron la estrategia madurista de ganar tiempo. Con este
golpe totalitario, Maduro y su banda firmaron su sentencia irreversible.
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