De madrugada, Hillary
Clinton llamó a Donald Trump para felicitarlo, tragando sapos tras lo que desde
horas antes se preveía inevitable: el inesperado triunfo del populismo.
Después, el discurso del ganador dio esperanzas con sus claras muestras que el
monstruo que conjuró —un EEUU intolerante, dividido y
excluyente— no podía avanzar más.
Pero, ¿cómo ganó si
todas las encuestas —incluidas las dos últimas de la noche anterior—
le daban perdedor y las apuestas —ese termómetro anglosajón—
daban 2 o 3 a 1 a favor de Clinton? Las respuestas son inequívocas: Las
encuestas, los pronósticos y las opiniones —me incluyo—
no leyeron cabalmente al votante Trump —ese nicho de mercado
electoral que el showman supo aprovechar tan bien: obreros blancos con baja preparación sobre los
40 y sus familias, desplazados de la globalización y de las nuevas tecnologías—
y se obvió su voto oculto; se sobrevaloró el impacto de las diatribas
xenófobas, racistas y machistas; se sobredimensionó el voto latino, de los
inmigrantes, las minorías y las mujeres; tampoco se justipreció el rechazo de
la candidata demócrata —creciente luego de los nuevos correos—
pero, sobre todo, se confundió el éxito macroeconómico de la Era Obama con la
recuperación para todos los norteamericanos, obviando a una clase media baja y
trabajadora que tras la crisis de 2008 y la globalización dejaron de ser la imagen
americana.
Trump tendrá muchas
heridas para sanar: en su partido, su país y el mundo. Confío en el poder de
las instituciones democráticas de EEUU.
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