A pesar de que aún leo en medios—cada vez menos— algunos que
opinan de “un golpe de Estado y masacre”, los puedo entender porque rezuman el
fracaso del Masismo como su oportunidad y porque no existe censura aunque se
desbarren mentiras y escriban ofensas groseras, clasistas y misóginas contra la
Presidente.
Debo agradecer mucho a tres análisis (“Las claves de la
transición democrática. Y la política como arte de negociación” de Henry Oporto,
“Sociedad civil antidictatorial” de Carlos Toranzo y “Un 2020 de reconstrucción
democrática” de Juan Cristóbal Soruco) el escribir este mi modesto aporte sobre
las Transiciones.
De tres escribiré: la española de 1975 y las bolivianas de
1981-1982 y la actual. La Transición Española se inicia con la implosión del
régimen totalitario tras muerte del dictador Francisco Franco, manejada “desde
dentro” sin abrupciones por Adolfo Suárez y que hasta 2018 dio más de 40 años
de estabilidad política al país —a veces a trancos pero sobreviviendo— y con
bipartidismo desde 1982. La Transición Boliviana se inició en 1981 tras el
golpe militar contra Luis García Meza y afianza con la asunción democrática de Hernán
Siles Zuazo en 1982; aunque el débil gobierno de Siles Zuazo fracasó, también —como
Suárez en España— afianzó el Estado de Derecho y nos dejó el bipartidismo
MNR-ADN —con MIR de comodín— hasta 2000, prolongándose hasta 2005 con tumbos —y
hasta reciente con la democracia cada vez más desdibujada.
La actual Transición Boliviana es sui géneris: Eclosionó desde los movimientos cívicos y sociales que
aglutinaron la bronca ciudadana («el
abuso, convertido, esta vez en fraude, terminó movilizando a la sociedad que
sacó el coraje guardado» lo llamó Carlos Valverde en “Eppur si muove [o E
pur si muove]”) y, por qué no, de la oposición —desunida, en celo mutuo— pero
que participó «pese a todas las
desventajas, en una desigual campaña electoral que fue [fraude manifiesto ex post] la que, finalmente, permitió la subsiguiente movilización ciudadana
para terminar de expulsar a los autoritarios del poder» (Soruco: “Un 2020
de reconstrucción democrática”), todos contra la angurria perversa de Poder del
prorroguismo que llevó al MAS a implementar el más burdo robo de elecciones.
Las tareas de esta Transición se fijan en los límites del «quiebre del modelo económico y la
reconfiguración del escenario político» como menciona Oporto. Toda la
Administración de Jeanine Áñez tiene tareas urgentes, pero los ejes
fundamentales para su legado son: la pacificación del país y su mantención en
futuro —ejecución principal de su ministro Arturo Murillo—; la sobrevivencia y
proyección de nuestra vapuleada economía en consenso de actores internos y
externos —en manos de José Luís Parada—, sin olvidar el urgente Pacto Fiscal,
tan temido por el centralismo; el reposicionamiento internacional de Bolivia,
vadeando tormentas de intereses ajenos, incluido el Silala en la CIJ —misión de
Karen Longaric—; develar la corrupción heredada —Iván Arias y Rafael Quispe—;
cohesionar sin ruidos —Yerko Núñez—, y realizar elecciones libres,
transparentes y, sobre todo, creíbles, sobre las que la Sociedad —gran actor
del período, «redes complejas de vasos
comunicantes» como la llamó Boaventura De Sousa Santos— ha depositado su
mandato en la Presidente y Salvador Romero. También han sido fundamentales Óscar
Ortiz —articulador de los consensos—, Eva Copa y Sergio Choque —decisivos para
lograrlos— y los facilitadores: Iglesia Católica, Naciones Unidas y Unión Europea.
El éxito de todos
estos retos podría resumirse en la frase que Adolfo Suárez usó como epitafio: «La
concordia fue posible.»
Venturoso y bendecido nos sea 2020.
Información consultada
De
Sousa Santos, Boaventura: Democracia al
borde del caos: Ensayo contra la autoflagelación. Siglo del Hombre
Editores-Siglo XXI Editores, Bogotá, 2014.
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