El año pasado publiqué mi columna “2019, Año del
Cerdo y de muchas cosas más” [La Razón,
02/01/2019] y escribí «el 2019 es el fin
de uno de esos ciclos de 12 años: […] un
año que la astrología china predice como de grandes cambios (final de un
docenio) e inicio de otro: los años de Metal». En verdad, ese año tuvo
mucho adelantado del que ahora llega porque, realmente, fue un año muy movido;
eso me lleva a pensar en éste que ya vivimos. Repasémoslos.
2019: el Cerdo de tierra remueve la Tierra
El año pasado se abrió con un “terremoto” —elección de Juan Guaidó
Márquez— y terminó con otro “terremoto” —la Revolución de las Pititas.
El 5 de enero, el diputado de la oposición venezolana Guaidó
Márquez asumió la presidencia de la Asamblea Nacional de su país y el 11 la
misma Asamblea delegó en él el cargo de Presidente Encargado de la República
Bolivariana de Venezuela. Lo que pasó después ha sido ampliamente difundido y
no ocuparé espacio —a pesar de sus importancias— más que en puntualizarlo: los
cabildos; los cerca de 60 países que reconocen a Guaidó Márquez junto con la
Asamblea Nacional como «único poder legítimo en Venezuela»; la batalla por la
ayuda humanitaria —que a pesar de todo y mediada por la Iglesia Católica ¡entró
luego a Venezuela!—; el control de las cuentas financieras
de Venezuela y aseguramiento de activos en varios otros países —sobre
todo los EEUU—; el nombramiento de diplomáticos y embajadores; la solidaridad
internacional; los levantamientos —puntuales y abortados— en las Fuerzas
Armadas y la Guardia Nacional… Al margen de que no se logró la salida de Nicolás
Maduro Moros y su mafia del Poder en Venezuela, 2019 fue un año ancilar en el
proceso de desmoronamiento de los restos de la llamada “Revolución Bolivariana”
y el péndulo del poder moral del país pasó claramente a la Asamblea Nacional y Guaidó
Márquez ejerciendo el liderazgo efectivo de la oposición venezolana —sancocho
donde muchas veces, como ahora en 2020, han primado zamuros y oripopos—; como
nunca antes, el liderazgo de Guaidó Márquez y el masivo rechazo popular al
madurismo han despertado una conciencia internacional —sobre todo
latinoamericana, ésta expresada en el Grupo de Lima— pidiendo la
redemocratización del país y su libertad y desnudando la Democracia
Participativa de Hugo Chávez Frías —la “dictadura
democrática” con ribetes aún de formalidad democrática— que ya ahora en
Maduro Moros pasó de una dictablanda
a una verdadera y desembozada dictadura.
Y si la ruptura con el socialismo 21 que era prevista en
Venezuela y —a pesar de los avances manifiestos— no se cumplió, Bolivia en el
último trimestre del año fue el país que trajo la caída —imprevisible para muchos— del
que parecía el mejor asido de los últimos sociatas: Evo Morales Ayma.
La Revolución de las Pititas
El 21 de febrero de 2016, 6.502.069 electores bolivianos
fueron convocados a un referéndum constitucional para cambiar el artículo 168
de la Constitución de 2009 forzada por el oficialismo (fue aprobada en su
redacción por la mayoría de 137 constituyentes oficialistas y otros 27 afines a
Morales Ayma a pesar de que no se siguió los procedimientos legales, se impidió
la participación de la oposición y fue redactada por un comité en un cuartel —tras
tres muertos y más de 400 heridos— y luego en una oficina de la Lotería
Nacional). El referéndum de 2016 —promovido por el oficialismo en la seguridad
de que iba a ser mayoritariamente aprobado— fue negativo para el prorroguismo
cuando el 51,3% de los votos fue en contra de la modificación —las denuncias de
que el rechazo fue significativamente mayor se vuelven muy creíbles con los
sucesos fraudulentos de 2019— y representó el inicio de la agonía del gobierno
del Movimiento Al Socialismo.
El resto de la narración es conocido, al menos el final: A
fines de 2017, los magistrados del Tribunal Constitucional Plurinacional,
“pagando” su deuda con el oficialismo que los había elegido, interpretaron
arbitrariamente la Constitución y mediante la Sentencia Constitucional Plurinacional
0084/2017 declaran «la APLICACIÓN
PREFERENTE del art. 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, por
ser la norma más favorable en relación a los Derechos Políticos» sobre varios
artículos de la Constitución Política del Estado, además de declarar
inconstitucional parte de los artículos 52, 64, 65 71 y 72 de la Ley 026/2010 del
Régimen Electoral, todos referidos a la reelección «de manera continua por una sola vez», violando el artículo 410.II
de la misma Constitución que establecía la primacía de la CPE sobre los
Tratados internacionales.
Aunque, cuidando sus espaldas, los tribunos —que ya terminaban su
gestión— en su SCP 0084/2017 no
dispusieron la habilitación a una nueva reelección —cuarta postulación y
potencial tercera reelección— del Presidente Morales Ayma y del Vicepresidente
García Linera, ambos en ejercicio, si no que declararon «la APLICACIÓN PREFERENTE del art. 23 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos […] sobre los arts. 156, 168, 285.II y 288 de la Constitución
Política del Estado».
Luego, a inicios de 2018, las permanentes protestas
populares —prolegómeno de 2019 y continuación de la acción de las Plataformas
ciudadanas originadas contra el prorroguismo en 2016 y que serían actores
importantes hasta finales de 2019— obligaron al gobierno masista a abrogar su
Nuevo Código del Sistema Penal —ya había sido “bautizado” aduladoramente como Código Morales—, discrecional con el
narcotráfico y represivo para con el resto de la población. Desde “la otra
acera”, a fines de ese mismo año, los 2/3 oficialistas de la Asamblea
Legislativa Plurinacional aprobaron con urgencia la Ley 1096/2018 de
Organizaciones Políticas y adelantaron para enero de 2019 unas elecciones
primarias de los partidos que estaban propuestas para 2024, con el único
propósito de que el Órgano Electoral —también cooptado— inscribiera la
candidatura prorroguista de Morales Ayma y su vice.
El proceso durante todo el año fue totalmente electoral: el
27 de enero, los nueve binomios que iban a participar en las elecciones se
presentaron a elecciones primarias cerradas —sólo para militantes—; el año
anterior se publicó el padrón de militantes por organización y aparecieron
decenas de miles de falsos militantes: personas registradas como inscritas en
alguna organización en la que nunca habían pertenecido. En realidad, el número
final nunca se dijo, y fue la primera constatación del fraude que vendría.
Como la comprobación de las militancias era por Internet, seguramente
hubo muchas personas fallecidas que aparecían “registradas” pero no pudieron,
obviamente, corregirlo; también, considerando la baja penetración rural,
posiblemente una gran mayoría estaba “inscritas” sin haberlo hecho y tampoco
pudieron enterarse ni corregirlo porque, según la Agencia de Gobierno Electrónico
y Tecnologías de Información y Comunicación (AGETIC) —en realidad, un ente de
guerra digital, hackeo y manipulación informática, como se comprobó en las
elecciones— y la Autoridad de Regulación y Fiscalización de Telecomunicaciones
y Transportes (ATT), «en Bolivia el 67%
consume Internet, y el mayor uso del tiempo lo utilizamos para las redes
sociales [pero el Internet en] poblaciones rurales [alcanza]
solamente el 6%» (El Deber, 17/05/2019).
Las primarias fueron un ridículo y confirmaron que sólo
servían para que el Órgano Electoral inscribiera al binomio rechazado el 21F
porque sólo ´participaba un binomio registrado por cada organización para las
elecciones, lo que hacía innecesario dirimir candidaturas presidenciales en esas
primarias. Se presentaron nueve precandidaturas que por el solo hecho de
participar aseguraban su registro: el
oficialista Movimiento al Socialismo (MAS) y ocho opositores: las alianzas Bolivia
Dice No (BDN: Partido Demócrata, Plataformas y organizaciones sociales) y Comunidad
Ciudadana (CC: Frente Revolucionario de Izquierda, Sol.bo y otros), el Frente
Para La Victoria (FpV), el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), el
Movimiento Tercer Sistema (MTS, desgaje del MAS), los partidos De Acción
Nacional Boliviano (PAN-BOL) y Demócrata Cristiano (PDC) y la Unidad Cívica
Solidaridad (UCS).
Todos los partidos (excepto el MAS y el MTS) pidieron a sus
militantes votar sólo el mínimo para asegurar; sin embargo, el MAS convocó a
toda su militancia como demostración de su fuerza; en realidad, votó sólo menos
del 39% de sus registrados y, de ellos, más del 9% votó nulo o en blanco, lo
que provocó que sólo fueron efectivos en votar el 35% de los militantes
masistas.
Saltaré todo el proceso pre y electoral, lleno de
conflictividad, manejo propagandístico abusivo del oficialismo con la
complicidad de las autoridades electorales, falto de unidad opositora —incluyendo
deserciones y renuncias— y las recomposiciones de la Ley de Primarias que tenía
más huecos que un emmental. Al final, el 20 de octubre fueron las elecciones —debieron
efectuarse el 27, día que coincidía con las argentinas, pero adelantaron para
que los bolivianos residentes en Buenos Aires (mayoritariamente masistas)
pudieran ir a votar— y según avanzaban los resultados preliminares, parecía que
entre el candidato de CC —el expresidente Carlos de Mesa Gisbert— y Morales
Ayma habría segunda vuelta… hasta que, avanzados esos resultados, se cerró la
emisión y, por casi 24 horas, no se dieron más avances; al día siguiente, se reanudó
la difusión a la par de los resultados oficiales que ya se habían volcado
abruptamente a favor del oficialismo con la anuencia del Órgano Electoral y
Morales Ayma anunció su victoria.
La manipulación de la información de resultados —aunque hasta
ese momento sin constatación del fraude en la votación— fue denunciada por la
Misión de Observadores Electorales de la OEA y generó un creciente movimiento
de protesta popular que fue adhiriendo a cada vez más amplios sectores de la
sociedad en el cese de actividades, generando bloqueos en calles y carreteras —el
uso de cuerdas o pititas para cortar
la circulación fue el ícono del movimiento social— y que obligó al gobierno —presumiendo
apoyo de la OEA— a solicitar al organismo panamericano una auditoria del
proceso. Veintiún días de paro nacional; cada vez más graves y palpables
demostraciones de fraude; situaciones cada vez más violentas entre opositores y
grupos oficialistas, que terminaron en la insubordinación de la Policía en todo
el país y la presión del Alto Mando Militar —contra la posición del Ministro de
reprimir— para evitar enfrentamientos y obligar a su comandante en Jefe a “recomendar
la renuncia” al presidente cuando la misma OEA ya anunciaba el fraude
generalizado.
Morales Ayma renunció el 10 de noviembre cuando había huido
a su reducto del Chapare y de ahí se acogió al asilo brindado por el gobierno
mexicano, que mandó un avión a buscarlo, siguiendo después a Argentina tras la
victoria del nuevo gobierno que reencumbró a su aliada CFK. Los días inmediatos
de la transición fueron muy complicados, con graves enfrentamientos en
Cochabamba y El Alto —incluido el intento de grupos masistas de volar la planta
de hidrocarburos de Senkata en esa ciudad, que hubiera provocado miles de
muertos— pero, gracias a la facilitación de la Conferencia Episcopal y de los
representantes de la OEA y la Unión Europea, entre otros, se lograron acuerdos
entre la oposición y sectores moderados del MAS que llevaron a ocupar la
presidencia del Estado Plurinacional a Jeanine Añez Chávez, segunda
vicepresidenta del Senado y a quien le correspondía la sucesión presidencial
por prelación luego de la desbandada de autoridades y parlamentarios del MAS
.
El resto es ya parte de la historia de cómo una “dictadura
democrática” —el artificio inventado para justificar las dictaduras
electoralistas del socialismo del siglo 21—, aparentemente afincada para la
eternidad, podía caerse en 21 días. Lecciones de esas elecciones.
Elecciones que cambian y elecciones que no cambian
El 2019 no fue un año de muchas elecciones en este lado del
Atlántico: El Salvador, Panamá, Guatemala, Bolivia, Uruguay y Argentina (Haití
debió tener legislativas en octubre pero la situación de conflicto social no lo
permitió).
El 3 de febrero, El Salvador celebró elecciones presidenciales
—las legislativas fueron en 2018— y Nayib Bukele Ortez ganó por 53% en primera
vuelta, convirtiéndose en el primer gobernante salvadoreño que desde el final
de la guerra civil no pertenecía a ninguno de los dos partidos principales (Alianza
Republicana Nacionalista: ARENA o Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional: FMLN, al que perteneció y ahora desbancó). Bukele Ortez es
un político carismático pero controvertido, autodefinido como millennial —su principal instrumento de
comunicación pública son los tuits— y considerado populista y enemigo del
socialismo 21; se postuló con la Gran Alianza por la Unidad
Nacional (GANA), un partido de centroderecha-derecha desgajado de ARENA y minoritario
en la Asamblea Legislativa: 12%.
Panamá fue el siguiente en tener elecciones generales el 5
de mayo. Laurentino Cortizo Cohen fue electo con poco más del 33% de los votos
pero logró conseguir una importante presencia en la Asamblea Nacional
unicameral (35 de 71); aunque su partido es el centroizquierdista Partido
Revolucionario Democrático (PRD) miembro del Foro de São Paulo—, no ha tenido cambios
importantes —sobre todo internacionales— con respecto al predecesor Partido
Panameñista de derecha.
Las elecciones presidenciales y legislativas de Guatemala
fueron el 16 de junio pero como ninguno de los candidatos alcanzó el baremo
electoral, se fue a una segunda vuelta el 11 de agosto, en la que Alejandro
Giammattei Falla del partido de centroderecha-derecha Vamos por una Guatemala
Diferente (VAMOS) obtuvo el 58% y sustituyó a Jimmy Morales Cabrera del
derechista Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación), cuyo gobierno —incluyendo
su propia familia— tuvo graves denuncias de corrupción, a pesar de que había
ganado en 2015 prometiendo transparencia. VAMOS sólo cuenta con 19 diputados
(menos del 11%) a pesar del triunfo presidencial y ser el segundo partido (de
19) en el Congreso unicamaral.
Saltando Bolivia —la que ya analizamos—, el 27 de octubre
hubo las dos últimas elecciones generales en Latinoamérica, que significaron un
cambio de tendencia política en sus países: Uruguay y Argentina.
La victoria en ballotage
de Luis Alberto Lacalle Pou del centroderechista Partido Nacional (también
conocido como Blanco, uno de las fuerzas políticas tradicionales) significó el
cambio ideológico desde la izquierda-extrema izquierda del Frente Amplio que
había gobernado tres períodos desde 2004. La alianza para segunda vuelta con el
también tradicional Partido Colorado (centroderecha) y con el nuevo Cabildo
Abierto (derecha) —además del minoritario Partido de la Gente (derecha)— le
aseguró mayoría legislativa (55 de 99 diputados y 17 de 30 senadores).
Luis Alberto Lacalle Pou es hijo del expresidente Luis Alberto Lacalle
de Herrera y nieto de Luis Alberto de Herrera y Quevedo quien presidió el
Consejo Nacional de Administración y perteneció al Consejo Nacional de Gobierno
—dos formas de gobierno colectivo que en distintas épocas tuvo Uruguay.
Argentina fue también a las urnas el 27 de octubre y, como
Uruguay, los resultados representaron un cambio de orientación, en este caso de
diferente signo, aunque no queda duda que —a pesar de los intereses de algunos—
no puede ser un regreso al kirchnerismo de Néstor y Cristina; peronismo sí y
populismo —tan inseparables ambos— también pero el contexto regional no es el del
valijagate de Antonini Wilson en 2007 ni, menos aun, el de los Cuadernos de la
corrupción, Los Sauces, Hotesur o dólar futuro.
Aunque el intermedio del macrismo fracasó en lo económico —lo
que le costó el Poder—, logró desmantelar muchas de las estructuras —reales y
mentales— del docenio anterior y permitió que muchas mentiras no pudieran
repetirse; además, les dejó una espada de Damocles que es uno de los dos
grandes retos de la nueva Administración: el préstamo del Fondo Monetario
Internacional, que pone a Argentina bajo la presión permanente los EEUU y cuya
moratoria o suspensión de pagos no sería jamás la “alegre” ruptura con los holdout —los fondos “buitre”.
El otro gran reto de Alberto
Fernández Pérez va a ser no actuar como marioneta de su compañera de
fórmula, equilibrio que en el corto tiempo transcurrido ha logrado pero que el
tiempo evaluará, todo dentro de un panorama económico y social complejo.
Otros rounds
El 24 de
febrero, en Cuba se aprobó una nueva Constitución que, a diferencia de la
anterior de 1976, reconoció la propiedad privada, creó la figura de
la presunción de inocencia en el sistema de justicia y fijó como
límite dos periodos de mandato de cinco años para la Presidencia —Castro
el Mayor, con distintas denominaciones, la ejerció 49 años. Sin embargo, las
posibilidades de la inversión privada nacional siguen coartadas por el
entramado regulatorio —muchas veces discrecional— y el límite de mandatos se
diluye cuando la gerusía del Poder —la generación del 53— cada vez está más
cerca de Tánatos. Mientras tanto, en la siempre convulsionada Haití, el desfile
de primeros ministros y sus enfrentamientos con el Parlamento fracasaron la
realización de elecciones legislativas anunciadas para octubre.
Mención
detenida merece hoy España. Pedro Sánchez Pérez-Castejón ha logrado —¡al fin!— lo que le fue tan
cuesta arriba: ser elegido Presidente del Gobierno de España pero con votos
—como lo fueron Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero— porque ya desde
2018 lo era “por la puerta de atrás” cuando presentó y ganó la moción de
censura contra Mariano Rajoy y, de carambola legal, le cayó la Presidencia del
Gobierno. Esta fue su tercera sesión de investidura —las perdió en 2015 y en
2019— y es verdad cuán angustioso le fue —167 votos a favor y 165 en contra y
con 18 abstenciones, las de dos partidos independentistas— y cómo tuvo que
“tragarse” todos los denuestos y desplantes que había dicho meses antes contra
UNIDOS PODEMOS —la
ultraizquierda bolivariana en España— y entregarle a su socio de extrema
izquierda una vicepresidencia y cuatro ministerios, creando el primer gobierno
de coalición y el primero con comunistas desde la Transición y recreando —en
los debates y en la memoria— los cuatro últimas coaliciones de la fracasada Segunda
República.
Con independencia de por dónde vaya la política interna de
España —y ya la tónica la dio el flamante Ministro de Consumo, el comunista
Alberto Garzón Espinosa que en 2012 tuiteó «El
único cuyo modelo de consumo es sostenible y tiene un desarrollo humano es...
Cuba»—, a Latinoamérica le interesa, y mucho, cuál será la relación que
vaya a existir entre ambos. La incertidumbre reside en la entrada de PODEMOS al
gobierno; los líderes de este partido han sido ideólogos del socialismo del
siglo 21 y asesorado a los gobiernos de Chávez Frías y Maduro Moros, Rafael Correa
Delgado, Morales Ayma —fueron decisivos en la redacción de la actual
constitución— y Daniel Ortega Saavedra. Veremos (“…dijo un ciego y nunca vio” reza un refrán que, paremia con
matices, permea toda Iberoamérica).
La “brisita boliviariana”: ¿casualidad o causalidad?
En octubre, Diosdado Cabello Rondón, presidente de la
espuria Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (oficialista) y hombre
fuerte de la dictadura, sostuvo que «estos
días ha habido una brisita bolivariana por algunos países, como Ecuador, Perú,
Argentina, Colombia, Honduras y Brasil... Una brisita» y Maduro Moros
declaró en una reunión del Foro de São Paulo en Caracas en julio pasado «estamos cumpliendo el Plan Foro de São
Paulo, el Plan va como lo hicimos, va perfecto el Plan, ustedes me entienden,
el Plan va en pleno desarrollo, victorioso. Todas las metas que nos hemos
propuesto en el Foro de São Paulo las estamos cumpliendo, una por una».
No era para menos que Cabello Rondón y Maduro Moros —y toda
la laya del Foro de São Paulo— estuvieran de albricias: una cadena de
“incendios” sociales había asolado Latinoamérica desde inicios de 2019.
El primero de enero de 2019 fue Perú donde se iniciaron
protestas. No eran contra el gobierno de Martín Vizcarra Cornejo —quien
había ascendido a la Presidencia del Perú tras la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski
Godard en medio de un escándalo de presunta compra de afinidades en el Congreso—
sino con el Fiscal General que había destituido a los fiscales que investigaban
presuntos sobornos de la constructora brasileña a funcionarios, políticos e
incluso expresidentes del país, lo que generó una fuerte ola de protestas entre
la población.
Todos los presidentes elegidos democráticamente tras la caída del
desgobierno de Alberto Fujimori Fujimori y la transición de Valentín Paniagua Corazao,
han estado involucrados en escándalos de corrupción y financiamiento ilícito,
sobre todo con Odebrecht: Alejandro Toledo Manrique, Alan García Pérez —se
suicidó para no ser procesado—, Ollanta Humala Tasso y Kuczynski Godard. También
están incluidos la excandidata presidencial Keiko Fujimori Higuchi —lideresa de
Fuerza Popular, partido mayoritario en las últimas elecciones—, presidentes
regionales y alcaldes de Lima, entre otros muchos.
Vizcarra Cornejo describió así la situación: «[Odebrecht] ha
sido una empresa que ha contaminado la actividad privada».
El segundo gran round de crisis tuvo como antecedente la
propuesta presidencial de un referéndum nacional para aprobar cuatro cambios
constitucionales tendientes a erradicar la corrupción en el país, el que fue
torpedeado por el Congreso de mayoría fujimorista pero finalmente votado por la
ciudadanía en diciembre de 2018, con aprobación abrumadoramente mayoritaria.
Tras continuados enfrentamientos entre Vizcarra Cornejo y el Congreso
continuados durante todo 2019 —principalmente sobre la implementación de las
reformas—, el presidente disolvió el Congreso —invocando su prerrogativa
constitucional para disolver el legislativo cuando éste le ha denegado la
confianza a dos consejos de ministros, como había sucedido durante el año— provocando un enfrentamiento con el mismo que fue
apoyado con amplias manifestaciones en las calles y confirmado por el Tribunal
Constitucional.
Si bien las protestas en Perú no fueron mayoritariamente contra el
gobierno de Vizcarra Cornejo, desde las que forzaron la dimisión de Kuczynski
Godard como de 2019 tuvieron como importante promotor al Frente Amplio, cuya excandidata
presidencial Verónika Mendoza Frisch es miembro del Grupo de Puebla, del
que hablaremos luego.
Le siguió Costa Rica en junio y hasta julio principalmente,
con la economía en contracción, aumento del desempleo y la denuncia de malas
soluciones de los últimos gobiernos —sin dejar de lado medidas populistas—,
encabezadas por trabajadores del sector público, transportistas —contra los
aumentos al IVA y reformas salariales— y estudiantes de secundaria junto con
educadores contra la Ley sobre Educación Dual y Formación Técnica
Dual.
Septiembre y octubre fueron los meses de las mayores
protestas en Argentina, coincidiendo con la proximidad electoral. En un país
con una economía en crisis —alta inflación, devaluación del peso, gran deuda
externa, reclamos de emergencia alimentaria—, corrompida y, al final, quebrada
por los gobiernos Kirchner y una administración macrista que no profundizó reformas
urgentes para mantener un presunto apoyo social —sobre todo de la clase media—
que fue perdiendo y con los movimientos sociales más activos —los “piqueteros”—
y algunos sindicatos, principalmente vinculados al peronismo y a otros sectores
de izquierda —incluso extrema izquierda— demostrando renovado poder de
movilización, prolegómenos del regreso del kirchnerismo, embozado —con
Fernández Pérez— o descubierto —con CFK y Axel Kicillof Barenstein, el delfín
economista de CFK.
Con octubre, llegaron los grandes conflictos a Ecuador. Durante
la época del correísmo, con la bonanza económica por el aumento en el precio de
los commodities hubo un fuerte
crecimiento económico que —pura demagogia populista— conllevó el alza del
gasto público que creció del 25% del PIB en 2017 al 44% en 2014 y que no fue
atajada luego del fin del Big Push,
lo que provocó un aumento desmesurado del déficit fiscal, soportado por un crecimiento
"insostenible" de la deuda
pública, acompañado esto de una parálisis en su crecimiento, tanto por
la baja de ingresos como por la falta de inversión y el gasto público.
La negociación de
créditos con el FMI por el gobierno de Lenín Moreno Garcés para no entrar en quiebra el país conllevó la
implementación de un drástico plan
de ajuste fiscal que, entre otras medidas, incluía la eliminación
de los subsidios a los combustibles que puso fin a 40 años de soporte financiero
del Estado para mantener bajos los precios de las gasolinas y el diésel.
Grandes movilizaciones sociales, lideradas por indígenas, transportistas y
estudiantes, provocaron una grave crisis social e institucional durante dos
semanas que obligó al gobierno a salir de Quito, las que fueron amainando hasta
concluir cuando, tras negociaciones entre indígenas y gobierno mediadas por
Naciones Unidas, se derogó la eliminación de subsidios, sustituyéndola por
otras medidas. Las protestas provocaron 8 fallecidos, 1.507 heridos —435
policías— y 1.330 detenidos —57 extranjeros—; los seguidores del autoexiliado Correa
Delgado aprovecharon para hacer mayor la agitación social —incluida la
violencia—, terminando varios de los más significativos asilados en la embajada
de México.
Chile,
a diferencia de otros países de la Región,
tiene el segundo ingreso PIB PPA per cápita más alto de Latinoamérica (2019:
USD 27.058, detrás de Panamá: 28.810), el quinto PIB (nominal y PPA), el
segundo menor índice de pobreza (2018: 6,4%, por detrás de Uruguay: 2,9%), el
mejor índice de desarrollo humano (puesto 42 en 2018: 0,847), la mejor
educación según las mediciones internacionales (PISA 2018: lectura 452, puesto
43; ciencia 444, puesto 45; matemáticas 417, puesto 59 [debajo de Uruguay 418,
puesto 58]), la mayor expectativa de vida (junto con Costa Rica: 80 años), el
segundo menor coeficiente de inequidad humana (2018: 17,0, por debajo de
Uruguay: 12,7); el Índice de Percepción de la Corrupción es 67 (2018: lugar 27
de 180 y segundo en Latinoamérica por detrás de Uruguay con IPC 79 y lugar 23),
su índice de Gini (47,7) está por debajo de los de Brasil, Colombia, Panamá,
Honduras, Costa Rica, Guatemala y Paraguay pero ligeramente por encima del
promedio de la Región (45,9).
En resumen, Chile es el primer país latinoamericano en encontrarse a
las puertas de ser un país desarrollado.
En octubre, el gobierno chileno decretó el aumento del
pasaje del metro de Santiago de 800 pesos chilenos (USD
1,04) a $ 830 (USD 1,08) —los estudiantes tenían que pagar $ 200 (USD 0,26)—,
es decir: $ 30 o USD 0,04. Un aumento a primera vista insignificante pero que
detonó una violentísima crisis social con reclamos contra el modelo económico —el
acceso a la salud y la educación es prácticamente privado, las pensiones son
bajas, los servicios básicos han aumentado (esto último, como en Argentina,
consecuencia del sinceramiento y despopulización de la economía), el
endeudamiento familiar alcanzó en 2018 un máximo histórico equivalente a
73 % del ingreso disponible y, además, hay un rechazo generalizado a toda
la clase política—, lo que generó una ola de protestas y disturbios que obligó
al Gobierno a decretar el estado de emergencia y —por primera vez en democracia—
utilizar el Ejército para el control del orden público: hubo 27 fallecidos, 3.400
civiles y 2.000 carabineros lesionados, 8.812 detenidos (se denunciaron graves
violaciones a los derechos humanos por exceso policial) y pérdidas
económicas estimadas en USD 3.300 millones con daños a la propiedad pública y
privada, entre ellos 78 estaciones de metro incendiadas. La respuesta del asustado
Gobierno fue improvisar medidas que incluían la crítica al modelo económico,
hasta que se proclamó una denominada «Nueva Agenda Social» y —con apoyo de la
mayoría de los partidos políticos con representación parlamentaria, muchos de
los cuales habían gobernado desde 1980 y, por ende, eran corresponsables de los
éxitos y, también entonces, de los fracasos— la convocatoria a
un plebiscito nacional en abril de 2020 para definir si se redactará
una nueva Constitución y qué mecanismo será utilizado por lo que, a punto
de cumplirse 50 años del triunfo de la Unidad Popular —el mayor y, a la vez,
más caótico experimento socioeconómico en el país—, el exitismo preconizado
hasta el momento podría dar un bandazo espectacular si se actúa con imprevisión.
Colombia fue el país que siguió en la explosión social.
Entre noviembre y diciembre, manifestaciones en varias ciudades del país —denominadas
“Paro Nacional”— fueron convocadas por diferentes sectores luego agrupados en
el Comité Nacional del Paro, protestando tanto contra algunas políticas
económicas y sociales del gobierno así como el estado de los acuerdos de paz
con las FARC —incluido su resurgimiento residual y el repotenciamiento del ELN—,
el asesinato de líderes sociales y la corrupción endémica.
A diferencia de Chile, Colombia tiene el décimo tercer ingreso PIB PPA
per cápita de Latinoamérica (2018: USD 17.406) y el cuarto PIB (nominal y PPA); el índice de pobreza 2018 es
de 27,6%, el séptimo peor de la Región; el puesto 79 en 2018 en IDH (0,761,
lugar 9 en la Región); obtuvo en las PISA 2018: lectura 412, puesto 58 mundial
y sexto regional; ciencia 413, puesto 62 mundial y quinto regional; matemáticas
391, puesto 69 mundial y sexto regional; su expectativa de vida es de 75,1 años
(puesto 74), duodécimo en Latinoamérica; es el séptimo peor país del mundo por
desigualdad y el segundo peor en Latinoamérica; el Índice de Percepción de la
Corrupción es 36 (2018: lugar 99 de 180), y su índice de Gini ocupa el puesto
147 (2018: 50,8).
Tras las protestas, hubo 6 fallecidos, 390 civiles y 379
policías heridos y graves daños materiales. Las protestas colombianas fueron
las que tuvieron más causas entre las sucedidas en la Región pero el paro fue
diluyéndose en medio de un diálogo con el Gobierno donde se discutieron 104
propuestas del Comité Nacional del Paro, muchas de ellas imposibles, y donde el
desgaste del tiempo —y algunas medidas gubernamentales— actuaron en su contra.
En Brasil, la llegada con el año de Jair Messias Bolsonaro
fue un golpe dramático contra el PT y la izquierda del Foro de São Paulo. Todo
el año, el país tuvo manifestaciones y protestas contra medidas o políticas del
gobierno: feministas, estudiantes, profesores, contra la reforma previsional y
la política ambiental, por los derechos indígenas… La lista sería interminable
pero lo que queda al final es que Bolsonaro ha logrado imponer sus políticas, el
PT no ha logrado salir del knock out
y Lula da Silva —siempre a la espera de volver a la cárcel— sólo es la sombra
de un mito desvanecido.
En ese contexto, nace en agosto el Grupo de Puebla en México
bajo la cobertura del partido del presidente Andrés Manuel López Obrador —AMLO
no pertenece—, agrupando a una treintena de expresidentes —todos en su ocaso: Lula
da Silva, Dilma Rousseff, Correa Delgado, Fernando Lugo Méndez, José Mujica Cordano
y Morales Ayma, vinculados directa o ideológicamente al socialismo 21, así como
indirectamente José Luis Rodríguez Zapatero y Leonel Fernández Reyna; además, Ernesto
Samper Pizano, cobijado por la corriente después de su descrédito—, líderes
políticos e intelectuales “progres” con la figura al frente del argentino
Fernández Pérez, el único gobernante en activo. A diferencia del Foro de São
Paulo, que agrupa partidos y organizaciones, el Grupo de Puebla se presenta
como una reunión de personas individuales identificándose a modo de think tank del progresismo cuando son
los mismos fracasados de siempre.
La directora del Latinobarómetro en Santiago, Marta Lagos Cruz Coke,
describió que los entes como el Grupo de Puebla surgen porque es «un ejercicio nostálgico crear grupos ideológicos usando los
mecanismos que no sirvieron en el pasado, con los mismos personajes de siempre». «La izquierda que no supo resolver la desigualdades ahora se
plantea como una solución a la crisis del neoliberalismo. Al final, lo que
vemos es que estos grupos solo sirven para emitir comunicados y para que
una gente se reúna con otra».
¿Serán turismo “ideológico”? ¿O un Club de Desahuciados?
No queda mucho para analizar: “casualmente” Perú, Costa
Rica, Argentina, Ecuador, Chile, Colombia y Brasil son miembros activos del
Grupo de Lima y declarados enemigos de la dictadura bolivariana y del Foro de São
Paulo, lo que los convierte en objetivo de enfrentamiento; en períodos cercanos
Argentina, Ecuador, Brasil y Chile —éste “moderadamente”— habían estado
gobernados por administraciones proclives al socialismo 21 —Ecuador fue miembro
pleno de la ALBA-TCP— y cuyos partidos en función de gobierno eran miembros del
Foro de São Paulo —también el partido de gobierno de Ollanta Humala: Partido
Nacionalista—, mientras el gobierno Santos Calderón en Colombia había sido un
contemporizador de Chávez Frías, primero, y de Maduro Moros, después.
Sin embargo, no es posible afirmar que en todos estos casos —y
en México, Haití, Puerto Rico, Guatemala, Honduras y Uruguay, donde también
sucedieron grandes protestas sociales—, estaba omnipresente la mano forista. En
todos había problemas económicos y de corrupción o de seguridad —como en
Uruguay— o medidas prometidas y no cumplidas —Guatemala y Chile— pero la mano
del Foro —y en ello discrepo con Lagos Cruz Coke— fue oportunista y
potenciadora en los países cuyos gobiernos se le enfrentaron. Por el contrario,
en otros países —Nicaragua, Venezuela, Bolivia— las protestas fueron contra lo
que representa el Foro: la falta de libertades.
Pero ahí está la punta del ovillo. La “advertencia” fue
suficiente.
Migraciones: Centroamérica y Venezuela
Latinoamérica ha sido siempre tierra de migrantes. Los ha
recibido, los ha intercambiado y los ha expulsado hacia otras tierras, en un
flujo que ha seguido los vaivenes políticos y —mayoritariamente— económicos
dentro y fuera de la Región.
Pero en 2018 y, sobre todo, 2019, Latinoamérica ha vivido
dos éxodos desmesurados en número y en crisis humanitaria: el de
centroamericanos hacia México con propósito de destino final en los EEUU y el
de los venezolanos. Dos éxodos que, a pesar de sus diferentes destinos, guardan
muchas semejanzas: miseria, violencia, persecución política...
¿Por qué el Triángulo Norte avanza hacia el Norte? Entre el Suchiate y el Bravo
El 21 de octubre de 2018, la primera caravana con seis mil
centroamericanos salió de Ciudad Tecún Umán en Guatemala, cruzó el puente fronterizo Rodolfo Robles
sobre el río Suchiate —los
indocumentados lo hicieron a través del río—, la frontera natural que divide a
Guatemala y México e ingresó a México por Ciudad Hidalgo en el estado
de Chiapas aún sin permiso legal de las autoridades para transitar por el
país. Se había iniciado la Gran Migración del Triángulo Norte de Centroamérica
—Guatemala, El Salvador y Honduras— hacia los EEUU a través de México.
Los países del Triángulo Norte tienen graves carencias: en el Informe
sobre Desarrollo Humano 2019 del PNUD, El Salvador ocupa el lugar IDH 124 (de
189) con IDH 0,667 (0,521 ajustado por la desigualdad); Guatemala ocupa el
lugar 126 con IDH 0,651 (0,472 ajustado, y Honduras está en el 132 con IDH
0,623 (0,464 ajustado).
En el Índice de Paz Mundial (IPG) 2019 del Institute for Economics
& Peace que mide la violencia, El Salvador está en lugar 113 (decimoquinto
latinoamericano) con 2.262 puntos y es el décimo país a nivel mundial (y
tercero latinoamericano, detrás de Venezuela y Colombia) en costo de la
violencia (22% del PIB); le sigue Guatemala en el 114 (décimo sexto de
Latinoamérica) con 2.264 puntos y está en el lugar 41 a nivel mundial (y sétimo
latinoamericano) en costo de la violencia (9% del PIB), y Honduras ocupa lugar
123 (décimo octavo en la Región) con 2.341 puntos y es el onceno país a nivel
mundial (y cuarto latinoamericano) en costo de la violencia (16% del PIB). Por
último, en las tasas de homicidios por cada cien mil habitantes de 2018 (InSight
Crime), El Salvador tiene el segundo lugar de Latinoamérica con 51, una
reducción significativa desde 2015 cuando alcanzó 105,4; Honduras ocupó ese año
el cuarto lugar con 40 (en 2011 tuvo su pico con 85,5), mientras Guatemala en
2018 estuvo en el décimo lugar con 22,4 (el lugar menor ese año nuevamente fue
para Chile con 2,7).
Según el Índice GINI del Banco Mundial, Honduras sería el octavo país
más desigual del mundo (de 107) y el segundo latinoamericano (48.3), Guatemala
está en el lugar 22 (décimo regional) con 44.5 y El Salvador ocupa el puesto 43
(decimotercero) con 38.9. En lo que respecta a ingresos, el PIB PPA (paridad
del poder adquisitivo) per cápita de Guatemala
en 2019 fue de USD 8.413 (decimocuarto menor de 19 analizados en la Región) y
el PIB nominal per cápita fue de USD 4.620 (decimotercero); para El Salvador en
2019 fueron respectivamente de USD 8.388 (decimoquinto) y USD 4.010 (decimocuarto),
mientras que para Honduras fueron de USD 5.817 (decimoséptimo) y USD 2.550
(igual puesto).
La pobreza pudiera explicar fehacientemente esta migración y
lo mismo el temor a la violencia pero la pregunta es: ¿por qué ahora, con
significativos menores indicadores de violencia que hace pocos años atrás (y
mucho menor que en los años 80, epicentro del conflicto centroamericano), con
PIBs PPA per cápita varias veces
mayores (aún insuficientes, en verdad) y con menores tasas de pobreza (moderada
y extrema), se dan estos éxodos masivos —incluyendo gran número de menores de
edad sin acompañante— que no se dieron antes, ni en los años de las guerras civiles?
¿A quién (o quiénes) beneficia la crisis humanitaria
centroamericana? Sin descartar los factores endógenos —pobreza y violencia,
reales—, los factores ideológicos y geopolíticos exógenos tienen una
incidencia, a mi entender, absolutamente diáfana: de un lado, la —que denominaré—
Doctrina Trump: antiinmigrante (sobre todo contra los migrantes mexicanos y
centroamericanos, con matices de racismo), aislacionista, antibolivariana y
antisocialista 21. Del otro, los rezagos del socialismo 21, que fue fuerte en
Honduras bajo Manuel Mel Zelaya
Rosales y que hoy, bajo su liderazgo, el Partido Libertad y
Refundación (Libre) — miembro del Foro de São Paulo y agrupado dentro de
la Alianza de Oposición contra la Dictadura con el Partido Innovación y Unidad
Social Demócrata (PINU-SD)— es la principal oposición al gobierno
conservador y prorroguista de Juan Orlando Hernández Alvarado. En el medio, los
migrantes, aprisionados entre el río Suchiate
y el río Bravo, dos fronteras que les bloquean, dos demagogias que los ubican
en una menor —tercera—
categoría.
Aunque los migrantes guatemaltecos —país que, bajo el
anterior gobierno de Morales aceptó el “acuerdo del tercer país seguro”— y
salvadoreños también ocupan número importantes en las caravanas, los hondureños
son sustancialmente mayoritarios. No es casual que estas migraciones fueran
prolegómenos de la “brisita bolivariana”.
La Diáspora venezolana
Otro fenómeno humanitario, mayor sin dudas en dimensiones y
más cercano en implicaciones, nos golpea, sobre todo a los sudamericanos: el
éxodo venezolano.
Un país que fue conocida como la Venezuela saudita en los
años setenta y que en el boom de los commodities recibió —sólo por petróleo—
cerca de un billón de dólares (un uno
con doce ceros), ahora escapa de su
tierra —por cualquier medio, incluso a pie recorriendo un país tras otro hasta
poderse asentar— huyendo de la miseria, de la falta de alimentos y medicinas
porque ya, en esta perversa pirámide de Maslow invertida, la libertad y la
democracia ahora son menos urgentes.
¿Por qué Venezuela llegó a eso? Cinco razones: la
ideologización de la economía a partir de Hugo Chávez Frías y su ministro Jorge
Giordani Cordero; el síndrome holandés con sus ingresos; la imposición de
fieles sin méritos en puestos claves; el mesianismo sin disensos del líder y,
sobre todo, su intento para lograr con petrodólares lo que fue un sueño
fracasado de su alter ego Castro el
Mayor y una pesadilla para muchos países: “exportar la revolución”. Súmesele el
narcotráfico, los cohechos en PDVSA y la Tesorería Nacional, el refino de oro,
la importación de medicinas y alimentos, la deuda china, hoy todos negociados
de allegados del Poder.
Comparado con la crítica situación en el Triángulo Norte, Venezuela
opaca todos los datos antes vistos: Aunque en el Informe sobre Desarrollo
Humano 2019 del PNUD, ocupa el lugar IDH 96 con IDH 0,726 (0,600 ajustado por
la desigualdad) y está entre los países de Desarrollo Humano Alto, en el IPG
2019 está en lugar 144 (el más violento de la región) con 2.671 puntos y es el
sexto país a nivel mundial (y primero latinoamericano) en costo de la violencia
(30% del PIB); en 2018, la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes (InSight
Crime) fue la más alta de la región, con 81,4.
La crisis migratoria venezolana —el denominado éxodo venezolano— puede analizarse en
varias oleadas migratorias: La primera, en 2003, luego de la expulsión de
aproximadamente 20.000 trabajadores de la petrolera estatal PDVSA a
raíz del paro petrolero de 2002, muchos fueron hacia Colombia donde se
iniciaba el boom petrolero. La segunda, entre 2005 y 2008, cuando numerosos
empresarios salieron del país a causa de la persecución política y la
nacionalización de empresas industriales y agropecuarias; la tercera, en 2015,
principalmente emigró alrededor del 2,3 % de la población total —cerca de
700 mil venezolanos— a causa de la crisis económica que enfrentaba
Venezuela; el año siguiente, 2017, la emigración fue de casi 1.5 millones de
personas —5,4 % de la población— y en 2018 fueron más de 2 millones —alrededor
del 7 % de la población— al estallar la hiperinflación.
Hasta diciembre de 2019, la Agencia de la ONU para
Refugiados (ACNUR) registró casi cinco millones de venezolanos migrantes,
refugiados y solicitantes de asilo y considera que a finales de 2020 se
alcanzarían los 6,5 millones de venezolanos huyendo de los efectos causados por
el socialismo 21 y la dictadura, por lo que el éxodo venezolano es, en la
actualidad, el segundo mayor y más rápido desplazamiento humanitario en el
mundo luego de la crisis de Siria —5.643.698 refugiados, estimados a septiembre de 2019— pero, con los pronósticos de la ACNUR, ocuparía
el triste primer lugar, confirmando que el caso venezolano es único por
la inédita caída del 5,5% en la
población del país entre 2015 y
2020. La OEA, por su parte, predice ocho millones para finales de este
año.
¿A quién (o quiénes) beneficia la desesperada migración
venezolana? ¡A la dictadura de Maduro Moros! Hoy, con bastante certeza, la
única fuente permanente y legal de ingresar divisas frescas sean las remesas
que entran al país enviadas por los emigrados para mantener a sus familias
dentro y que terminan —cambiadas, invertidas— en el circuito del dinero
circulante y, aunque sean elementos inflacionarios con seguridad —¿a quién le
importa eso en Venezuela, con una inflación de 7.374,4%% en 2019 luego de llegar a 1.698.488% en 2018?—, se
convierten hoy en el principal soporte económico —único en muchos casos— de una
buena parte de los venezolanos. No menos importante es cómo el éxodo facilita el
descongelamiento de las protestas dentro del país, tanto porque el que emigra
con mucha probabilidad no sea afín al régimen como, más importante, la gran
mayoría de los que han tomado el camino del éxodo son jóvenes, sobre todo en la
última oleada. Por supuesto, a la dictadura bolivariana no le interesa el futuro
de Venezuela, como tampoco el presente.
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