jueves, 23 de enero de 2020

Del año del Cerdo al Año de la Rata en Latinoamérica (Parte 1)



El año pasado publiqué mi columna “2019, Año del Cerdo y de muchas cosas más” [La Razón, 02/01/2019] y escribí «el 2019 es el fin de uno de esos ciclos de 12 años: […] un año que la astrología china predice como de grandes cambios (final de un docenio) e inicio de otro: los años de Metal». En verdad, ese año tuvo mucho adelantado del que ahora llega porque, realmente, fue un año muy movido; eso me lleva a pensar en éste que ya vivimos. Repasémoslos.

2019: el Cerdo de tierra remueve la Tierra

El año pasado se abrió con un “terremoto” —elección de Juan Guaidó Márquez— y terminó con otro “terremoto” —la Revolución de las Pititas.

El 5 de enero, el diputado de la oposición venezolana Guaidó Márquez asumió la presidencia de la Asamblea Nacional de su país y el 11 la misma Asamblea delegó en él el cargo de Presidente Encargado de la República Bolivariana de Venezuela. Lo que pasó después ha sido ampliamente difundido y no ocuparé espacio —a pesar de sus importancias— más que en puntualizarlo: los cabildos; los cerca de 60 países que reconocen a Guaidó Márquez junto con la Asamblea Nacional como «único poder legítimo en Venezuela»; la batalla por la ayuda humanitaria —que a pesar de todo y mediada por la Iglesia Católica ¡entró luego a Venezuela!—; el control de las cuentas financieras de Venezuela y aseguramiento de activos en varios otros países —sobre todo los EEUU—; el nombramiento de diplomáticos y embajadores; la solidaridad internacional; los levantamientos —puntuales y abortados— en las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional… Al margen de que no se logró la salida de Nicolás Maduro Moros y su mafia del Poder en Venezuela, 2019 fue un año ancilar en el proceso de desmoronamiento de los restos de la llamada “Revolución Bolivariana” y el péndulo del poder moral del país pasó claramente a la Asamblea Nacional y Guaidó Márquez ejerciendo el liderazgo efectivo de la oposición venezolana —sancocho donde muchas veces, como ahora en 2020, han primado zamuros y oripopos—; como nunca antes, el liderazgo de Guaidó Márquez y el masivo rechazo popular al madurismo han despertado una conciencia internacional —sobre todo latinoamericana, ésta expresada en el Grupo de Lima— pidiendo la redemocratización del país y su libertad y desnudando la Democracia Participativa de Hugo Chávez Frías —la “dictadura democrática” con ribetes aún de formalidad democrática— que ya ahora en Maduro Moros pasó de una dictablanda a una verdadera y desembozada dictadura.

Y si la ruptura con el socialismo 21 que era prevista en Venezuela y —a pesar de los avances manifiestos— no se cumplió, Bolivia en el último trimestre del año fue el país que  trajo la caída —imprevisible para muchos— del que parecía el mejor asido de los últimos sociatas: Evo Morales Ayma.

La Revolución de las Pititas

El 21 de febrero de 2016, 6.502.069 electores bolivianos fueron convocados a un referéndum constitucional para cambiar el artículo 168 de la Constitución de 2009 forzada por el oficialismo (fue aprobada en su redacción por la mayoría de 137 constituyentes oficialistas y otros 27 afines a Morales Ayma a pesar de que no se siguió los procedimientos legales, se impidió la participación de la oposición y fue redactada por un comité en un cuartel —tras tres muertos y más de 400 heridos— y luego en una oficina de la Lotería Nacional). El referéndum de 2016 —promovido por el oficialismo en la seguridad de que iba a ser mayoritariamente aprobado— fue negativo para el prorroguismo cuando el 51,3% de los votos fue en contra de la modificación —las denuncias de que el rechazo fue significativamente mayor se vuelven muy creíbles con los sucesos fraudulentos de 2019— y representó el inicio de la agonía del gobierno del Movimiento Al Socialismo.

El resto de la narración es conocido, al menos el final: A fines de 2017, los magistrados del Tribunal Constitucional Plurinacional, “pagando” su deuda con el oficialismo que los había elegido, interpretaron arbitrariamente la Constitución y mediante la Sentencia Constitucional Plurinacional 0084/2017 declaran «la APLICACIÓN PREFERENTE del art. 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, por ser la norma más favorable en relación a los Derechos Políticos» sobre varios artículos de la Constitución Política del Estado, además de declarar inconstitucional parte de los artículos 52, 64, 65 71 y 72 de la Ley 026/2010 del Régimen Electoral, todos referidos a la reelección «de manera continua por una sola vez», violando el artículo 410.II de la misma Constitución que establecía la primacía de la CPE sobre los Tratados internacionales.

Aunque, cuidando sus espaldas, los tribunos —que ya terminaban su gestión— en su SCP 0084/2017 no dispusieron la habilitación a una nueva reelección —cuarta postulación y potencial tercera reelección— del Presidente Morales Ayma y del Vicepresidente García Linera, ambos en ejercicio, si no que declararon «la APLICACIÓN PREFERENTE del art. 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos […] sobre los arts. 156, 168, 285.II y 288 de la Constitución Política del Estado».

Luego, a inicios de 2018, las permanentes protestas populares —prolegómeno de 2019 y continuación de la acción de las Plataformas ciudadanas originadas contra el prorroguismo en 2016 y que serían actores importantes hasta finales de 2019— obligaron al gobierno masista a abrogar su Nuevo Código del Sistema Penal —ya había sido “bautizado” aduladoramente como Código Morales—, discrecional con el narcotráfico y represivo para con el resto de la población. Desde “la otra acera”, a fines de ese mismo año, los 2/3 oficialistas de la Asamblea Legislativa Plurinacional aprobaron con urgencia la Ley 1096/2018 de Organizaciones Políticas y adelantaron para enero de 2019 unas elecciones primarias de los partidos que estaban propuestas para 2024, con el único propósito de que el Órgano Electoral —también cooptado— inscribiera la candidatura prorroguista de Morales Ayma y su vice.

El proceso durante todo el año fue totalmente electoral: el 27 de enero, los nueve binomios que iban a participar en las elecciones se presentaron a elecciones primarias cerradas —sólo para militantes—; el año anterior se publicó el padrón de militantes por organización y aparecieron decenas de miles de falsos militantes: personas registradas como inscritas en alguna organización en la que nunca habían pertenecido. En realidad, el número final nunca se dijo, y fue la primera constatación del fraude que vendría.

Como la comprobación de las militancias era por Internet, seguramente hubo muchas personas fallecidas que aparecían “registradas” pero no pudieron, obviamente, corregirlo; también, considerando la baja penetración rural, posiblemente una gran mayoría estaba “inscritas” sin haberlo hecho y tampoco pudieron enterarse ni corregirlo porque, según la Agencia de Gobierno Electrónico y Tecnologías de Información y Comunicación (AGETIC) —en realidad, un ente de guerra digital, hackeo y manipulación informática, como se comprobó en las elecciones— y la Autoridad de Regulación y Fiscalización de Telecomunicaciones y Transportes (ATT), «en Bolivia el 67% consume Internet, y el mayor uso del tiempo lo utilizamos para las redes sociales [pero el Internet en] poblaciones rurales [alcanza] solamente el 6%» (El Deber, 17/05/2019).

Las primarias fueron un ridículo y confirmaron que sólo servían para que el Órgano Electoral inscribiera al binomio rechazado el 21F porque sólo ´participaba un binomio registrado por cada organización para las elecciones, lo que hacía innecesario dirimir candidaturas presidenciales en esas primarias. Se presentaron nueve precandidaturas que por el solo hecho de participar aseguraban su registro: ​el oficialista Movimiento al Socialismo (MAS) y ocho opositores: las alianzas Bolivia Dice No (BDN: Partido Demócrata, Plataformas y organizaciones sociales) y Comunidad Ciudadana​ (CC: Frente Revolucionario de Izquierda, Sol.bo y otros), el Frente Para La Victoria (FpV), el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), el Movimiento Tercer Sistema (MTS, desgaje del MAS), los partidos De Acción Nacional Boliviano (PAN-BOL) y Demócrata Cristiano (PDC) y la Unidad Cívica Solidaridad (UCS).

Todos los partidos (excepto el MAS y el MTS) pidieron a sus militantes votar sólo el mínimo para asegurar; sin embargo, el MAS convocó a toda su militancia como demostración de su fuerza; en realidad, votó sólo menos del 39% de sus registrados y, de ellos, más del 9% votó nulo o en blanco, lo que provocó que sólo fueron efectivos en votar el 35% de los militantes masistas.

Saltaré todo el proceso pre y electoral, lleno de conflictividad, manejo propagandístico abusivo del oficialismo con la complicidad de las autoridades electorales, falto de unidad opositora —incluyendo deserciones y renuncias— y las recomposiciones de la Ley de Primarias que tenía más huecos que un emmental. Al final, el 20 de octubre fueron las elecciones —debieron efectuarse el 27, día que coincidía con las argentinas, pero adelantaron para que los bolivianos residentes en Buenos Aires (mayoritariamente masistas) pudieran ir a votar— y según avanzaban los resultados preliminares, parecía que entre el candidato de CC —el expresidente Carlos de Mesa Gisbert— y Morales Ayma habría segunda vuelta… hasta que, avanzados esos resultados, se cerró la emisión y, por casi 24 horas, no se dieron más avances; al día siguiente, se reanudó la difusión a la par de los resultados oficiales que ya se habían volcado abruptamente a favor del oficialismo con la anuencia del Órgano Electoral y Morales Ayma anunció su victoria.

La manipulación de la información de resultados —aunque hasta ese momento sin constatación del fraude en la votación— fue denunciada por la Misión de Observadores Electorales de la OEA y generó un creciente movimiento de protesta popular que fue adhiriendo a cada vez más amplios sectores de la sociedad en el cese de actividades, generando bloqueos en calles y carreteras —el uso de cuerdas o pititas para cortar la circulación fue el ícono del movimiento social— y que obligó al gobierno —presumiendo apoyo de la OEA— a solicitar al organismo panamericano una auditoria del proceso. Veintiún días de paro nacional; cada vez más graves y palpables demostraciones de fraude; situaciones cada vez más violentas entre opositores y grupos oficialistas, que terminaron en la insubordinación de la Policía en todo el país y la presión del Alto Mando Militar —contra la posición del Ministro de reprimir— para evitar enfrentamientos y obligar a su comandante en Jefe a “recomendar la renuncia” al presidente cuando la misma OEA ya anunciaba el fraude generalizado.

Morales Ayma renunció el 10 de noviembre cuando había huido a su reducto del Chapare y de ahí se acogió al asilo brindado por el gobierno mexicano, que mandó un avión a buscarlo, siguiendo después a Argentina tras la victoria del nuevo gobierno que reencumbró a su aliada CFK. Los días inmediatos de la transición fueron muy complicados, con graves enfrentamientos en Cochabamba y El Alto —incluido el intento de grupos masistas de volar la planta de hidrocarburos de Senkata en esa ciudad, que hubiera provocado miles de muertos— pero, gracias a la facilitación de la Conferencia Episcopal y de los representantes de la OEA y la Unión Europea, entre otros, se lograron acuerdos entre la oposición y sectores moderados del MAS que llevaron a ocupar la presidencia del Estado Plurinacional a Jeanine Añez Chávez, segunda vicepresidenta del Senado y a quien le correspondía la sucesión presidencial por prelación luego de la desbandada de autoridades y parlamentarios del MAS
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El resto es ya parte de la historia de cómo una “dictadura democrática” —el artificio inventado para justificar las dictaduras electoralistas del socialismo del siglo 21—, aparentemente afincada para la eternidad, podía caerse en 21 días. Lecciones de esas elecciones.

Elecciones que cambian y elecciones que no cambian

El 2019 no fue un año de muchas elecciones en este lado del Atlántico: El Salvador, Panamá, Guatemala, Bolivia, Uruguay y Argentina (Haití debió tener legislativas en octubre pero la situación de conflicto social no lo permitió).

El 3 de febrero, El Salvador celebró elecciones presidenciales —las legislativas fueron en 2018— y Nayib Bukele Ortez ganó por 53% en primera vuelta, convirtiéndose en el primer gobernante salvadoreño que desde el final de la guerra civil no pertenecía a ninguno de los dos partidos principales (Alianza Republicana Nacionalista: ARENA o Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional: FMLN, al que perteneció y ahora desbancó). Bukele Ortez es un político carismático pero controvertido, autodefinido como millennial —su principal instrumento de comunicación pública son los tuits— y considerado populista y enemigo del socialismo 21; se postuló con la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), un partido de centroderecha-derecha desgajado de ARENA y minoritario en la Asamblea Legislativa: 12%.

Panamá fue el siguiente en tener elecciones generales el 5 de mayo. Laurentino Cortizo Cohen fue electo con poco más del 33% de los votos pero logró conseguir una importante presencia en la Asamblea Nacional unicameral (35 de 71); aunque su partido es el centroizquierdista Partido Revolucionario Democrático (PRD) miembro del Foro de São Paulo—, no ha tenido cambios importantes —sobre todo internacionales— con respecto al predecesor Partido Panameñista de derecha.

Las elecciones presidenciales y legislativas de Guatemala fueron el 16 de junio pero como ninguno de los candidatos alcanzó el baremo electoral, se fue a una segunda vuelta el 11 de agosto, en la que Alejandro Giammattei Falla del partido de centroderecha-derecha Vamos por una Guatemala Diferente (VAMOS) obtuvo el 58% y sustituyó a Jimmy Morales Cabrera del derechista Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación), cuyo gobierno —incluyendo su propia familia— tuvo graves denuncias de corrupción, a pesar de que había ganado en 2015 prometiendo transparencia. VAMOS sólo cuenta con 19 diputados (menos del 11%) a pesar del triunfo presidencial y ser el segundo partido (de 19) en el Congreso unicamaral.

Saltando Bolivia —la que ya analizamos—, el 27 de octubre hubo las dos últimas elecciones generales en Latinoamérica, que significaron un cambio de tendencia política en sus países: Uruguay y Argentina.

La victoria en ballotage de Luis Alberto Lacalle Pou del centroderechista Partido Nacional (también conocido como Blanco, uno de las fuerzas políticas tradicionales) significó el cambio ideológico desde la izquierda-extrema izquierda del Frente Amplio que había gobernado tres períodos desde 2004. La alianza para segunda vuelta con el también tradicional Partido Colorado (centroderecha) y con el nuevo Cabildo Abierto (derecha) —además del minoritario Partido de la Gente (derecha)— le aseguró mayoría legislativa (55 de 99 diputados y 17 de 30 senadores).

Luis Alberto Lacalle Pou es hijo del expresidente Luis Alberto Lacalle de Herrera y nieto de Luis Alberto de Herrera y Quevedo quien presidió el Consejo Nacional de Administración y perteneció al Consejo Nacional de Gobierno —dos formas de gobierno colectivo que en distintas épocas tuvo Uruguay.

Argentina fue también a las urnas el 27 de octubre y, como Uruguay, los resultados representaron un cambio de orientación, en este caso de diferente signo, aunque no queda duda que —a pesar de los intereses de algunos— no puede ser un regreso al kirchnerismo de Néstor y Cristina; peronismo sí y populismo —tan inseparables ambos— también pero el contexto regional no es el del valijagate de Antonini Wilson en 2007 ni, menos aun, el de los Cuadernos de la corrupción, Los Sauces, Hotesur o dólar futuro.

Aunque el intermedio del macrismo fracasó en lo económico —lo que le costó el Poder—, logró desmantelar muchas de las estructuras —reales y mentales— del docenio anterior y permitió que muchas mentiras no pudieran repetirse; además, les dejó una espada de Damocles que es uno de los dos grandes retos de la nueva Administración: el préstamo del Fondo Monetario Internacional, que pone a Argentina bajo la presión permanente los EEUU y cuya moratoria o suspensión de pagos no sería jamás la “alegre” ruptura con los holdout   —los fondos “buitre”.

El otro gran reto de Alberto Fernández Pérez va a ser no actuar como marioneta de su compañera de fórmula, equilibrio que en el corto tiempo transcurrido ha logrado pero que el tiempo evaluará, todo dentro de un panorama económico y social complejo.

Otros rounds

El 24 de febrero, en Cuba se aprobó una nueva Constitución que, a diferencia de la anterior de 1976, reconoció la propiedad privada, creó la figura de la presunción de inocencia en el sistema de justicia y fijó como límite dos periodos de mandato de cinco años para la Presidencia —Castro el Mayor, con distintas denominaciones, la ejerció 49 años. Sin embargo, las posibilidades de la inversión privada nacional siguen coartadas por el entramado regulatorio —muchas veces discrecional— y el límite de mandatos se diluye cuando la gerusía del Poder —la generación del 53— cada vez está más cerca de Tánatos. Mientras tanto, en la siempre convulsionada Haití, el desfile de primeros ministros y sus enfrentamientos con el Parlamento fracasaron la realización de elecciones legislativas anunciadas para octubre.

Mención detenida merece hoy España. Pedro Sánchez Pérez-Castejón ha logrado —¡al fin!— lo que le fue tan cuesta arriba: ser elegido Presidente del Gobierno de España pero con votos —como lo fueron Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero— porque ya desde 2018 lo era “por la puerta de atrás” cuando presentó y ganó la moción de censura contra Mariano Rajoy y, de carambola legal, le cayó la Presidencia del Gobierno. Esta fue su tercera sesión de investidura —las perdió en 2015 y en 2019— y es verdad cuán angustioso le fue —167 votos a favor y 165 en contra y con 18 abstenciones, las de dos partidos independentistas— y cómo tuvo que “tragarse” todos los denuestos y desplantes que había dicho meses antes contra UNIDOS PODEMOS —la ultraizquierda bolivariana en España— y entregarle a su socio de extrema izquierda una vicepresidencia y cuatro ministerios, creando el primer gobierno de coalición y el primero con comunistas desde la Transición y recreando —en los debates y en la memoria— los cuatro últimas coaliciones de la fracasada Segunda República.   

Con independencia de por dónde vaya la política interna de España —y ya la tónica la dio el flamante Ministro de Consumo, el comunista Alberto Garzón Espinosa que en 2012 tuiteó «El único cuyo modelo de consumo es sostenible y tiene un desarrollo humano es... Cuba»—, a Latinoamérica le interesa, y mucho, cuál será la relación que vaya a existir entre ambos. La incertidumbre reside en la entrada de PODEMOS al gobierno; los líderes de este partido han sido ideólogos del socialismo del siglo 21 y asesorado a los gobiernos de Chávez Frías y Maduro Moros, Rafael Correa Delgado, Morales Ayma —fueron decisivos en la redacción de la actual constitución— y Daniel Ortega Saavedra. Veremos (“…dijo un ciego y nunca vio” reza un refrán que, paremia con matices, permea toda Iberoamérica).

La “brisita boliviariana”: ¿casualidad o causalidad?

En octubre, Diosdado Cabello Rondón, presidente de la espuria Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (oficialista) y hombre fuerte de la dictadura, sostuvo que «estos días ha habido una brisita bolivariana por algunos países, como Ecuador, Perú, Argentina, Colombia, Honduras y Brasil... Una brisita» y Maduro Moros declaró en una reunión del Foro de São Paulo en Caracas en julio pasado «estamos cumpliendo el Plan Foro de São Paulo, el Plan va como lo hicimos, va perfecto el Plan, ustedes me entienden, el Plan va en pleno desarrollo, victorioso. Todas las metas que nos hemos propuesto en el Foro de São Paulo las estamos cumpliendo, una por una».

No era para menos que Cabello Rondón y Maduro Moros —y toda la laya del Foro de São Paulo— estuvieran de albricias: una cadena de “incendios” sociales había asolado Latinoamérica desde inicios de 2019.

El primero de enero de 2019 fue Perú donde se iniciaron protestas. No eran contra el gobierno de Martín Vizcarra Cornejo —quien había ascendido a la Presidencia del Perú tras la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski Godard en medio de un escándalo de presunta compra de afinidades en el Congreso— sino con el Fiscal General que había destituido a los fiscales que investigaban presuntos sobornos de la constructora brasileña a funcionarios, políticos e incluso expresidentes del país, lo que generó una fuerte ola de protestas entre la población.

Todos los presidentes elegidos democráticamente tras la caída del desgobierno de Alberto Fujimori Fujimori y la transición de Valentín Paniagua Corazao, han estado involucrados en escándalos de corrupción y financiamiento ilícito, sobre todo con Odebrecht: Alejandro Toledo Manrique, Alan García Pérez —se suicidó para no ser procesado—, Ollanta Humala Tasso y Kuczynski Godard. También están incluidos la excandidata presidencial Keiko Fujimori Higuchi —lideresa de Fuerza Popular, partido mayoritario en las últimas elecciones—, presidentes regionales y alcaldes de Lima, entre otros muchos.

Vizcarra Cornejo describió así la situación: «[Odebrecht] ha sido una empresa que ha contaminado la actividad privada».

El segundo gran round de crisis tuvo como antecedente la propuesta presidencial de un referéndum nacional para aprobar cuatro cambios constitucionales tendientes a erradicar la corrupción en el país, el que fue torpedeado por el Congreso de mayoría fujimorista pero finalmente votado por la ciudadanía en diciembre de 2018, con aprobación abrumadoramente mayoritaria. Tras continuados enfrentamientos entre Vizcarra Cornejo y el Congreso continuados durante todo 2019 —principalmente sobre la implementación de las reformas—, el presidente disolvió el Congreso —invocando su prerrogativa constitucional para disolver el legislativo cuando éste le ha denegado la confianza a dos consejos de ministros, como había sucedido durante el año— provocando un enfrentamiento con el mismo que fue apoyado con amplias manifestaciones en las calles y confirmado por el Tribunal Constitucional.

Si bien las protestas en Perú no fueron mayoritariamente contra el gobierno de Vizcarra Cornejo, desde las que forzaron la dimisión de Kuczynski Godard como de 2019 tuvieron como importante promotor al Frente Amplio, cuya excandidata presidencial Verónika Mendoza Frisch es miembro del Grupo de Puebla, del que hablaremos luego.

Le siguió Costa Rica en junio y hasta julio principalmente, con la economía en contracción, aumento del desempleo y la denuncia de malas soluciones de los últimos gobiernos —sin dejar de lado medidas populistas—, encabezadas por trabajadores del sector público, transportistas —contra los aumentos al IVA y reformas salariales— y estudiantes de secundaria junto con educadores contra la Ley sobre Educación Dual y Formación Técnica Dual.   

Septiembre y octubre fueron los meses de las mayores protestas en Argentina, coincidiendo con la proximidad electoral. En un país con una economía en crisis —alta inflación, devaluación del peso, gran deuda externa, reclamos de emergencia alimentaria—, corrompida y, al final, quebrada por los gobiernos Kirchner y una administración macrista que no profundizó reformas urgentes para mantener un presunto apoyo social —sobre todo de la clase media— que fue perdiendo y con los movimientos sociales más activos —los “piqueteros”— y algunos sindicatos, principalmente vinculados al peronismo y a otros sectores de izquierda —incluso extrema izquierda— demostrando renovado poder de movilización, prolegómenos del regreso del kirchnerismo, embozado —con Fernández Pérez— o descubierto —con CFK y Axel Kicillof Barenstein, el delfín economista de CFK.

Con octubre, llegaron los grandes conflictos a Ecuador. Durante la época del correísmo, con la bonanza económica por el aumento en el precio de los commodities hubo un fuerte crecimiento económico que —pura demagogia populista— conllevó el alza del gasto público que creció del 25% del PIB en 2017 al 44% en 2014 y que no fue atajada luego del fin del Big Push, lo que provocó un aumento desmesurado del déficit fiscal, soportado por un crecimiento "insostenible" de la deuda pública, acompañado esto de una parálisis en su crecimiento, tanto por la baja de ingresos como por la falta de inversión y el gasto público.
La negociación de créditos con el FMI por el gobierno de Lenín Moreno Garcés para no entrar en quiebra el país conllevó la implementación de un drástico plan de ajuste fiscal que, entre otras medidas, incluía la eliminación de los subsidios a los combustibles que puso fin a 40 años de soporte financiero del Estado para mantener bajos los precios de las gasolinas y el diésel. Grandes movilizaciones sociales, lideradas por indígenas, transportistas y estudiantes, provocaron una grave crisis social e institucional durante dos semanas que obligó al gobierno a salir de Quito, las que fueron amainando hasta concluir cuando, tras negociaciones entre indígenas y gobierno mediadas por Naciones Unidas, se derogó la eliminación de subsidios, sustituyéndola por otras medidas. Las protestas provocaron 8 fallecidos, 1.507 heridos —435 policías— y 1.330 detenidos —57 extranjeros—; los seguidores del autoexiliado Correa Delgado aprovecharon para hacer mayor la agitación social               —incluida la violencia—, terminando varios de los más significativos asilados en la embajada de México.

Chile, a diferencia de otros países de la Región,

tiene el segundo ingreso PIB PPA per cápita más alto de Latinoamérica (2019: USD 27.058, detrás de Panamá: 28.810), el quinto PIB (nominal y PPA), el segundo menor índice de pobreza (2018: 6,4%, por detrás de Uruguay: 2,9%), el mejor índice de desarrollo humano (puesto 42 en 2018: 0,847), la mejor educación según las mediciones internacionales (PISA 2018: lectura 452, puesto 43; ciencia 444, puesto 45; matemáticas 417, puesto 59 [debajo de Uruguay 418, puesto 58]), la mayor expectativa de vida (junto con Costa Rica: 80 años), el segundo menor coeficiente de inequidad humana (2018: 17,0, por debajo de Uruguay: 12,7); el Índice de Percepción de la Corrupción es 67 (2018: lugar 27 de 180 y segundo en Latinoamérica por detrás de Uruguay con IPC 79 y lugar 23), su índice de Gini (47,7) está por debajo de los de Brasil, Colombia, Panamá, Honduras, Costa Rica, Guatemala y Paraguay pero ligeramente por encima del promedio de la Región (45,9).

En resumen, Chile es el primer país latinoamericano en encontrarse a las puertas de ser un país desarrollado.

En octubre, el gobierno chileno decretó el aumento del pasaje del metro de Santiago de 800 pesos chilenos (USD 1,04) a $ 830 (USD 1,08) —los estudiantes tenían que pagar $ 200 (USD 0,26)—, es decir: $ 30 o USD 0,04. Un aumento a primera vista insignificante pero que detonó una violentísima crisis social con reclamos contra el modelo económico —el acceso a la salud y la educación es prácticamente privado, las pensiones son bajas, los servicios básicos han aumentado (esto último, como en Argentina, consecuencia del sinceramiento y despopulización de la economía), el endeudamiento familiar alcanzó en 2018 un máximo histórico equivalente a 73 % del ingreso disponible y, además, hay un rechazo generalizado a toda la clase política—, lo que generó una ola de protestas y disturbios que obligó al Gobierno a decretar el estado de emergencia y —por primera vez en democracia— utilizar el Ejército para el control del orden público: hubo 27 fallecidos, 3.400 civiles y 2.000 carabineros lesionados, 8.812 detenidos (se denunciaron graves violaciones a los derechos humanos por exceso policial) y pérdidas económicas estimadas en USD 3.300 millones con daños a la propiedad pública y privada, entre ellos 78 estaciones de metro incendiadas. La respuesta del asustado Gobierno fue improvisar medidas que incluían la crítica al modelo económico, hasta que se proclamó una denominada «Nueva Agenda Social» y —con apoyo de la mayoría de los partidos políticos con representación parlamentaria, muchos de los cuales habían gobernado desde 1980 y, por ende, eran corresponsables de los éxitos y, también entonces, de los fracasos— la convocatoria a un plebiscito nacional en abril de 2020 para definir si se redactará una nueva Constitución y qué mecanismo será utilizado por lo que, a punto de cumplirse 50 años del triunfo de la Unidad Popular —el mayor y, a la vez, más caótico experimento socioeconómico en el país—, el exitismo preconizado hasta el momento podría dar un bandazo espectacular si se actúa con imprevisión.

Colombia fue el país que siguió en la explosión social. Entre noviembre y diciembre, manifestaciones en varias ciudades del país —denominadas “Paro Nacional”— fueron convocadas por diferentes sectores luego agrupados en el Comité Nacional del Paro, protestando tanto contra algunas políticas económicas y sociales del gobierno así como el estado de los acuerdos de paz con las FARC —incluido su resurgimiento residual y el repotenciamiento del ELN—, el asesinato de líderes sociales y la corrupción endémica.

A diferencia de Chile, Colombia tiene el décimo tercer ingreso PIB PPA per cápita de Latinoamérica (2018: USD 17.406) y el cuarto PIB (nominal y PPA); el índice de pobreza 2018 es de 27,6%, el séptimo peor de la Región; el puesto 79 en 2018 en IDH (0,761, lugar 9 en la Región); obtuvo en las PISA 2018: lectura 412, puesto 58 mundial y sexto regional; ciencia 413, puesto 62 mundial y quinto regional; matemáticas 391, puesto 69 mundial y sexto regional; su expectativa de vida es de 75,1 años (puesto 74), duodécimo en Latinoamérica; es el séptimo peor país del mundo por desigualdad y el segundo peor en Latinoamérica; el Índice de Percepción de la Corrupción es 36 (2018: lugar 99 de 180), y su índice de Gini ocupa el puesto 147 (2018: 50,8).

Tras las protestas, hubo 6 fallecidos, 390 civiles y 379 policías heridos y graves daños materiales. Las protestas colombianas fueron las que tuvieron más causas entre las sucedidas en la Región pero el paro fue diluyéndose en medio de un diálogo con el Gobierno donde se discutieron 104 propuestas del Comité Nacional del Paro, muchas de ellas imposibles, y donde el desgaste del tiempo —y algunas medidas gubernamentales— actuaron en su contra.

En Brasil, la llegada con el año de Jair Messias Bolsonaro fue un golpe dramático contra el PT y la izquierda del Foro de São Paulo. Todo el año, el país tuvo manifestaciones y protestas contra medidas o políticas del gobierno: feministas, estudiantes, profesores, contra la reforma previsional y la política ambiental, por los derechos indígenas… La lista sería interminable pero lo que queda al final es que Bolsonaro ha logrado imponer sus políticas, el PT no ha logrado salir del knock out y Lula da Silva —siempre a la espera de volver a la cárcel— sólo es la sombra de un mito desvanecido.

En ese contexto, nace en agosto el Grupo de Puebla en México bajo la cobertura del partido del presidente Andrés Manuel López Obrador —AMLO no pertenece—, agrupando a una treintena de expresidentes —todos en su ocaso: Lula da Silva, Dilma Rousseff, Correa Delgado, Fernando Lugo Méndez, José Mujica Cordano y Morales Ayma, vinculados directa o ideológicamente al socialismo 21, así como indirectamente José Luis Rodríguez Zapatero y Leonel Fernández Reyna; además, Ernesto Samper Pizano, cobijado por la corriente después de su descrédito—, líderes políticos e intelectuales “progres” con la figura al frente del argentino Fernández Pérez, el único gobernante en activo. A diferencia del Foro de São Paulo, que agrupa partidos y organizaciones, el Grupo de Puebla se presenta como una reunión de personas individuales identificándose a modo de think tank del progresismo cuando son los mismos fracasados de siempre.

La directora del Latinobarómetro en Santiago, Marta Lagos Cruz Coke, describió que los entes como el Grupo de Puebla surgen porque es «un ejercicio nostálgico crear grupos ideológicos usando los mecanismos que no sirvieron en el pasado, con los mismos personajes de siempre». «La izquierda que no supo resolver la desigualdades ahora se plantea como una solución a la crisis del neoliberalismo. Al final, lo que vemos es que estos grupos solo sirven para emitir comunicados y para que una gente se reúna con otra».

¿Serán turismo “ideológico”? ¿O un Club de Desahuciados?

No queda mucho para analizar: “casualmente” Perú, Costa Rica, Argentina, Ecuador, Chile, Colombia y Brasil son miembros activos del Grupo de Lima y declarados enemigos de la dictadura bolivariana y del Foro de São Paulo, lo que los convierte en objetivo de enfrentamiento; en períodos cercanos Argentina, Ecuador, Brasil y Chile —éste “moderadamente”— habían estado gobernados por administraciones proclives al socialismo 21 —Ecuador fue miembro pleno de la ALBA-TCP— y cuyos partidos en función de gobierno eran miembros del Foro de São Paulo —también el partido de gobierno de Ollanta Humala: Partido Nacionalista—, mientras el gobierno Santos Calderón en Colombia había sido un contemporizador de Chávez Frías, primero, y de Maduro Moros, después.

Sin embargo, no es posible afirmar que en todos estos casos —y en México, Haití, Puerto Rico, Guatemala, Honduras y Uruguay, donde también sucedieron grandes protestas sociales—, estaba omnipresente la mano forista. En todos había problemas económicos y de corrupción o de seguridad —como en Uruguay— o medidas prometidas y no cumplidas —Guatemala y Chile— pero la mano del Foro —y en ello discrepo con Lagos Cruz Coke— fue oportunista y potenciadora en los países cuyos gobiernos se le enfrentaron. Por el contrario, en otros países —Nicaragua, Venezuela, Bolivia— las protestas fueron contra lo que representa el Foro: la falta de libertades.

Pero ahí está la punta del ovillo. La “advertencia” fue suficiente.

Migraciones: Centroamérica y Venezuela

Latinoamérica ha sido siempre tierra de migrantes. Los ha recibido, los ha intercambiado y los ha expulsado hacia otras tierras, en un flujo que ha seguido los vaivenes políticos y         —mayoritariamente— económicos dentro y fuera de la Región.

Pero en 2018 y, sobre todo, 2019, Latinoamérica ha vivido dos éxodos desmesurados en número y en crisis humanitaria: el de centroamericanos hacia México con propósito de destino final en los EEUU y el de los venezolanos. Dos éxodos que, a pesar de sus diferentes destinos, guardan muchas semejanzas: miseria, violencia, persecución política...

¿Por qué el Triángulo Norte avanza hacia el Norte? Entre el Suchiate y el Bravo

El 21 de octubre de 2018, la primera caravana con seis mil centroamericanos salió de Ciudad Tecún Umán en Guatemala, cruzó el puente fronterizo Rodolfo Robles sobre el río Suchiate —los indocumentados lo hicieron a través del río—, la frontera natural que divide a Guatemala y México e ingresó a México por Ciudad Hidalgo en el estado de Chiapas aún sin permiso legal de las autoridades para transitar por el país. Se había iniciado la Gran Migración del Triángulo Norte de Centroamérica —Guatemala, El Salvador y Honduras— hacia los EEUU a través de México.

Los países del Triángulo Norte tienen graves carencias: en el Informe sobre Desarrollo Humano 2019 del PNUD, El Salvador ocupa el lugar IDH 124 (de 189) con IDH 0,667 (0,521 ajustado por la desigualdad); Guatemala ocupa el lugar 126 con IDH 0,651 (0,472 ajustado, y Honduras está en el 132 con IDH 0,623 (0,464 ajustado).

En el Índice de Paz Mundial (IPG) 2019 del Institute for Economics & Peace que mide la violencia, El Salvador está en lugar 113 (decimoquinto latinoamericano) con 2.262 puntos y es el décimo país a nivel mundial (y tercero latinoamericano, detrás de Venezuela y Colombia) en costo de la violencia (22% del PIB); le sigue Guatemala en el 114 (décimo sexto de Latinoamérica) con 2.264 puntos y está en el lugar 41 a nivel mundial (y sétimo latinoamericano) en costo de la violencia (9% del PIB), y Honduras ocupa lugar 123 (décimo octavo en la Región) con 2.341 puntos y es el onceno país a nivel mundial (y cuarto latinoamericano) en costo de la violencia (16% del PIB). Por último, en las tasas de homicidios por cada cien mil habitantes de 2018 (InSight Crime), El Salvador tiene el segundo lugar de Latinoamérica con 51, una reducción significativa desde 2015 cuando alcanzó 105,4; Honduras ocupó ese año el cuarto lugar con 40 (en 2011 tuvo su pico con 85,5), mientras Guatemala en 2018 estuvo en el décimo lugar con 22,4 (el lugar menor ese año nuevamente fue para Chile con 2,7).

Según el Índice GINI del Banco Mundial, Honduras sería el octavo país más desigual del mundo (de 107) y el segundo latinoamericano (48.3), Guatemala está en el lugar 22 (décimo regional) con 44.5 y El Salvador ocupa el puesto 43 (decimotercero) con 38.9. En lo que respecta a ingresos, el PIB PPA (paridad del poder adquisitivo) per cápita de Guatemala en 2019 fue de USD 8.413 (decimocuarto menor de 19 analizados en la Región) y el PIB nominal per cápita fue de USD 4.620 (decimotercero); para El Salvador en 2019 fueron respectivamente de USD 8.388 (decimoquinto) y USD 4.010 (decimocuarto), mientras que para Honduras fueron de USD 5.817 (decimoséptimo) y USD 2.550 (igual puesto).

La pobreza pudiera explicar fehacientemente esta migración y lo mismo el temor a la violencia pero la pregunta es: ¿por qué ahora, con significativos menores indicadores de violencia que hace pocos años atrás (y mucho menor que en los años 80, epicentro del conflicto centroamericano), con PIBs PPA per cápita varias veces mayores (aún insuficientes, en verdad) y con menores tasas de pobreza (moderada y extrema), se dan estos éxodos masivos —incluyendo gran número de menores de edad sin acompañante— que no se dieron antes, ni en los años de las guerras civiles?

¿A quién (o quiénes) beneficia la crisis humanitaria centroamericana? Sin descartar los factores endógenos —pobreza y violencia, reales—, los factores ideológicos y geopolíticos exógenos tienen una incidencia, a mi entender, absolutamente diáfana: de un lado, la —que denominaré— Doctrina Trump: antiinmigrante (sobre todo contra los migrantes mexicanos y centroamericanos, con matices de racismo), aislacionista, antibolivariana y antisocialista 21. Del otro, los rezagos del socialismo 21, que fue fuerte en Honduras bajo Manuel Mel Zelaya Rosales y que hoy, bajo su liderazgo, el Partido Libertad y Refundación (Libre) — miembro del Foro de São Paulo y agrupado dentro de la Alianza de Oposición contra la Dictadura con el Partido Innovación y Unidad Social Demócrata (PINU-SD)— es la principal oposición al gobierno conservador y prorroguista de Juan Orlando Hernández Alvarado. En el medio, los migrantes, aprisionados entre el río Suchiate y el río Bravo, dos fronteras que les bloquean, dos demagogias que los ubican en una menor tercera— categoría.

Aunque los migrantes guatemaltecos —país que, bajo el anterior gobierno de Morales aceptó el “acuerdo del tercer país seguro”— y salvadoreños también ocupan número importantes en las caravanas, los hondureños son sustancialmente mayoritarios. No es casual que estas migraciones fueran prolegómenos de la “brisita bolivariana”.

La Diáspora venezolana

Otro fenómeno humanitario, mayor sin dudas en dimensiones y más cercano en implicaciones, nos golpea, sobre todo a los sudamericanos: el éxodo venezolano.

Un país que fue conocida como la Venezuela saudita en los años setenta y que en el boom de los commodities recibió —sólo por petróleo— cerca de un billón de dólares (un uno con doce ceros), ahora escapa de su tierra —por cualquier medio, incluso a pie recorriendo un país tras otro hasta poderse asentar— huyendo de la miseria, de la falta de alimentos y medicinas porque ya, en esta perversa pirámide de Maslow invertida, la libertad y la democracia ahora son menos urgentes.

¿Por qué Venezuela llegó a eso? Cinco razones: la ideologización de la economía a partir de Hugo Chávez Frías y su ministro Jorge Giordani Cordero; el síndrome holandés con sus ingresos; la imposición de fieles sin méritos en puestos claves; el mesianismo sin disensos del líder y, sobre todo, su intento para lograr con petrodólares lo que fue un sueño fracasado de su alter ego Castro el Mayor y una pesadilla para muchos países: “exportar la revolución”. Súmesele el narcotráfico, los cohechos en PDVSA y la Tesorería Nacional, el refino de oro, la importación de medicinas y alimentos, la deuda china, hoy todos negociados de allegados del Poder.

Comparado con la crítica situación en el Triángulo Norte, Venezuela opaca todos los datos antes vistos: Aunque en el Informe sobre Desarrollo Humano 2019 del PNUD, ocupa el lugar IDH 96 con IDH 0,726 (0,600 ajustado por la desigualdad) y está entre los países de Desarrollo Humano Alto, en el IPG 2019 está en lugar 144 (el más violento de la región) con 2.671 puntos y es el sexto país a nivel mundial (y primero latinoamericano) en costo de la violencia (30% del PIB); en 2018, la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes (InSight Crime) fue la más alta de la región, con 81,4.

La crisis migratoria venezolana —el denominado éxodo venezolano— puede analizarse en varias oleadas migratorias: La primera, en 2003, luego de la expulsión de aproximadamente 20.000 trabajadores de la petrolera estatal PDVSA a raíz del paro petrolero de 2002, muchos fueron hacia Colombia donde se iniciaba el boom petrolero. La segunda, entre 2005 y 2008, cuando numerosos empresarios salieron del país a causa de la persecución política y la nacionalización de empresas industriales y agropecuarias; la tercera, en 2015, principalmente emigró alrededor del 2,3 % de la población total —cerca de 700 mil venezolanos— a causa de la crisis económica que enfrentaba Venezuela; el año siguiente, 2017, la emigración fue de casi 1.5 millones de personas —5,4 % de la población— y en 2018 fueron más de 2 millones —alrededor del 7 % de la población— al estallar la hiperinflación.

Hasta diciembre de 2019, la Agencia de la ONU para Refugiados (ACNUR) registró casi cinco millones de venezolanos migrantes, refugiados y solicitantes de asilo y considera que a finales de 2020 se alcanzarían los 6,5 millones de venezolanos huyendo de los efectos causados por el socialismo 21 y la dictadura, por lo que el éxodo venezolano es, en la actualidad, el segundo mayor y más rápido desplazamiento humanitario en el mundo luego de la crisis de Siria —5.643.698 refugiados, estimados a septiembre de 2019— pero, con los pronósticos de la ACNUR, ocuparía el triste primer lugar, confirmando que el caso venezolano es único por la inédita caída del 5,5% en la población del país entre 2015 y 2020. La OEA, por su parte, predice ocho millones para finales de este año.

¿A quién (o quiénes) beneficia la desesperada migración venezolana? ¡A la dictadura de Maduro Moros! Hoy, con bastante certeza, la única fuente permanente y legal de ingresar divisas frescas sean las remesas que entran al país enviadas por los emigrados para mantener a sus familias dentro y que terminan —cambiadas, invertidas— en el circuito del dinero circulante y, aunque sean elementos inflacionarios con seguridad —¿a quién le importa eso en Venezuela, con una inflación de 7.374,4%% en 2019 luego de llegar a 1.698.488% en 2018?—, se convierten hoy en el principal soporte económico —único en muchos casos— de una buena parte de los venezolanos. No menos importante es cómo el éxodo facilita el descongelamiento de las protestas dentro del país, tanto porque el que emigra con mucha probabilidad no sea afín al régimen como, más importante, la gran mayoría de los que han tomado el camino del éxodo son jóvenes, sobre todo en la última oleada. Por supuesto, a la dictadura bolivariana no le interesa el futuro de Venezuela, como tampoco el presente.

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