«El esplendor de la verdad brilla […] en el hombre […], pues la verdad
ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre.»
Me he tomado la libertad de reproducir parte del introito de
la Carta Encíclica Veritatis Splendor (El esplendor de la Verdad) del Papa San
Juan Pablo II por dos razones conexas, unidas por segura habilidad y política:
cómo la falta de verdad —de transparencia— plagia la libertad y cómo la Verdad
transfigura al Hombre en Libre y verdadero detentador de su Inteligencia. (Fue
presentada el 6 de agosto de 1993, fiesta de la Transfiguración de Jesús; ésa
es su segunda connotación).
No es mi objetivo hacer una paráfrasis desde la religiosidad
sino desde el derecho humano a alcanzar la verdad y, por ende, la libertad.
La mención de los Derechos Humanos aparece en la Carta
fundacional de 1945 de las Naciones Unidas y es el eje neural de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948 que en su preámbulo reafirma «su fe en los derechos fundamentales del
hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana […] dentro de un concepto más amplio de la
libertad» y que en su Artículo 2 sentencia: «Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta
Declaración, sin distinción alguna de […] opinión política», en su Artículo 3 reafirma el universal derecho
a la vida y en su Artículo 5 prohíbe
las torturas y las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Así mismo, el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Nacionales Unidas de
1966 reconoce en todos sus artículos, directa o indirectamente, el derecho a la
vida, la dignidad y la libertad pero es en el Artículo 5 donde se resumen: «No podrá admitirse restricción o menoscabo
de ninguno de los derechos humanos fundamentales reconocidos o vigentes en un
Estado Parte en virtud de leyes, convenciones, reglamentos o costumbres» a
lo que agregaría: ni de la voluntad de un grupo enquistado en el Poder.
Por
último, y aunque cronológicamente les antecedes sirve como colofón, el Artículo
1 de la Carta de las Naciones Unidas postula «la cooperación internacional en […] el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de
todos».
Por ende, todo el andamiaje de legalidad internacional y
derechos humanos postulado por las Naciones Unidas y sus países miembros
defiende los derechos que hoy no hay en Venezuela: la vida y la integridad de
las personas, la libertad de opinión y de expresión, la reunión pacífica, la
libertad de asociación, la participación en asuntos públicos y la realización
de elecciones libres.
Por eso me asaltó confusión e indignación que dos países
históricamente vinculados a la defensa de estos valores, México y Uruguay, se
ubicaran explícitamente en la complicidad con la narcodictadura de Maduro
durante la 49º Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Junto con Nicaragua y Bolivia —aliados en la ALBA— y seis países caribeños dependientes
de Petrocaribe, México y Uruguay impugnaron también la presencia de la
oposición venezolana en la Asamblea, llegando éste a abandonarla en protesta.
¿Por qué el apoyo de ambos al desgobierno madurista? De
México, que fuera parte importante del Grupo de Lima antes del actual gobierno,
porque la política del nuevo gobierno defiende su “techo de cristal”. De
Uruguay —aparte de supuestos grandes negocios de la familia presidencial con
Venezuela—, porque hay elecciones próximas y el Frente Amplio tiene que
asegurar su voto “duro” amenazado por los escándalos de corrupción y engaños
que han sido descubiertos.
Al final, como sentenció el Apóstol Juan [8,31-42], la
verdad nos hará libres.
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