Desde la crisis de octubre de 1962, las pulsetas
geopolíticas globales eran fuera de Latinoamérica. Sólo indirectamente habían
afectado en la Región cuando Cuba luchó en las guerras civiles en Angola —sus
muertos afianzaron la plutocracia de José Eduardo Dos Santos— y en Etiopía —allá
fue a la dictadura, luego derrocada, de Mengistu Haile Mariam—, proveyendo los
soviéticos las armas y enfrentándose a los que apoyaba EEUU —China
también “pulseteó” en Angola, una experiencia que la desistió de afanes
extrarregionales.
Ahora, una Rusia que heredó de la Unión Soviética las armas y
una economía del Tercer Mundo se “enfrenta” en Venezuela a un EEUU trumpista
que presumió de desligarse de ser potencia gendarme mundial hasta que entraron
en su vecindad.
Lo que en 1962 pudo ser una tragedia global, hoy no lo es. Rusia
intervino en Siria porque necesitaba mantener su única base sobre el Mediterráneo
—Tartús— e impedir que se instalara un gasoducto entre Qatar y Europa que le
quitara el monopolio de su provisión de gas, fue gracias al fuerte ejército de al-Ásad.
Pero, a pesar de la cercanía geográfica (entre Moscú y Damasco hay menos de 2.500
kilómetros) y de afianzar al dictador sirio, los costos económicos, militares y
logísticos han sido muy grandes para la empobrecida economía rusa; ¡suponga si
podría tras casi 12 mil entre Moscú y Caracas!
El pueblo venezolano está sufriendo las consecuencias de un
conflicto que no le atañe porque —descartada Cuba—,
Venezuela es la última posición rusa en Latinoamérica. Y aunque ni remotamente llegará
a 1962, alargará el martirologio venezolano.
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