Pudiera parecer que recientemente Latinoamérica ha sufrido
una pandemia de corrupción. Desde que Lava Jato desnudara en Brasil un maridaje perverso
y sistemático entre los Poderes Públicos (a todo nivel) y la empresa privada
para promover e “institucionalizar” la corrupción y que enseguida se denunció
extendida a gran parte de la Región (12 países), nuevas noticias de nuevos escándalos
se han posicionado preferentemente de los titulares de la prensa y del
imaginario social: en Argentina (la «ruta K» y los «cuadernos K»), Ecuador y
Perú, por sólo citar los más mediáticos recientes.
Sin que sea privativo de una ideología o sistema social —potenciada
en autoritarios—, la corrupción se enquista en la raíz de los males que han
aquejado a nuestras repúblicas: junto con populismo y caudillismo, resulta de
la escasa fijación de valores democráticos en muchos de nuestros países: no por
“casualidad” la mayoría está en la segunda mitad —más corrupta— del Índice de Percepción
de Corrupción (Bolivia ocupa el 112, junto con El Salvador). La diferencia de
su aparente boom está hoy en que la sociedad civil dispone de más medios para
acceder a la información y para denunciar la corrupción.
Y si esa es la causa, su consecuencia es, a la vez, menos
democracia. Lo que sucede ahora en Perú, donde la sociedad civil está
reclamando una profunda transformación del sistema judicial provocando que un
muy débil Poder Ejecutivo —colisionado con un Legislativo decidido a
sobreponérsele— amenace cerrar el Congreso para imponer las imprescindibles
reformas, despierta el fantasma del fujimorazo, el autogolpe de 1992 que inició
un octenio de ausencia democrática en Perú.
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