«Un fantasma recorre
Europa: el fantasma del comunismo». Así empezaba el
Manifiesto del Partido Comunista que Karl
Marx y Friedrich Engels publicaron en 1848. Ciento setenta años después, ¿qué
queda? De ese fantasma, su ejercicio del Poder (soviético, maoísta, socialista
21 e incluso “tercermundista”) lo enterró más firmemente que sus enemigos. Es
paradójico que sus ideales de lucha de clases antagónicas provenían de los «de la igualdad social y política, de la
libertad, de las virtudes cívicas y de la unidad popular» de las
revoluciones liberales, sobre todo de la de las Trece Colonias (génesis del
“gran enemigo” por antonomasia y némesis recurrida de muchos discursos
ideológicos afines); paradójico es, también, que esas postulados (argumentados
desde la economía en El Capital de
Marx) primero los saltara Vladímir Lenin y sus sucesores tras la Revolución
Octubre (“el eslabón más débil”) y, más reciente, los reformulara Thomas
Piketty (El capital en el siglo XXI) con
la corrección de las desigualdades distributivas de la riqueza desde dentro del
mismo sistema capitalista.
En Latinoamérica, muchas de las experiencias de justicia
social han terminado pervertidas por dos graves flagelos incrustados en sus
endogénesis: caudillismo y corrupción, de las que parten sus demás vicios:
desinstitucionalización, prebendalismo y clientelismo, prorroguismo, discrecionalidad,
mesianismo y paternalismo, arbitrariedad y, en complementación, sus maniqueos
“enemigos”: “la derecha” y “el imperialismo”.
Arropados bajos banderas de
presunto “progresismo”, en ejercicio de alteridad se autoarrogan ser “la izquierda”
a ambos lados del Atlántico y, como describe la escritora venezolana Gisela
Kozak Rovero en “La izquierda que América Latina necesita (y la que no)” [The New York Times, 27/08/2018], «insiste en una retórica beligerante y
divisionista que recuerda a la Guerra Fría, carece de suficiente audacia en el
terreno económico y hace demasiadas concesiones al autoritarismo represivo.
La izquierda latinoamericana […] se ha rehusado a abandonar una retórica
antineoliberal anquilosada [y] conserva
un discurso populista que apela a los recuerdos de un pasado [supuestamente, acotaría yo] venturoso de Estados paternalistas. […] Pese a su legítima preocupación por la
desigualdad, la izquierda no parece entender la economía del siglo XXI, diversa
y globalizada»; repitiendo machaconamente errores, esa “izquierda” obvia lo
imprescindible: «incorporar en su
proyecto económico a tres […] ausentes:
el empresario, la creatividad individual y el mérito».
Hoy, Venezuela y Nicaragua se despeñan en la crisis y la
represión, Bolivia apuesta por el prorroguismo como “tabla de salvación” del
Poder instalado, en Argentina y Brasil el lulismo y el kirchnerismo acabaron (por
su herencia y a pesar de los problemas de quienes le siguieron) y en Cuba,
epítome de esa izquierda y parangón de esas nostalgias, con más premura que
calma intenta de reformar su sistema económico para apuntalar el político. Es
ahora cuando prejuicios, errores y vicios, junto con utopías demostradas como
erradas, deben desecharse y entender “vivir bien” como una vía de “vivir” en una
Economía del Bienestar asentada en el bien común, como describió el premio Nobel neokeynesiano Paul Samuelson.
Cierro con otro premio Nobel neokeynesiano: «El verdadero debate hoy en día gira en
torno a encontrar el balance correcto entre el mercado y el gobierno. Ambos son
necesarios. Cada uno puede complementar al otro». [D. Altmann:
“Preguntas y respuestas con Joseph Stiglitz”, International Herald Tribune, 11/10/2006.]
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