«El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada […] para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado.» [Atribuida a Marcus Tullius Cicero en el 55 a.C.]
Entre el 10 y el 11 de
abril se realizará en Ciudad de Panamá la Séptima Cumbre de las Américas, a tres
años de la anterior Cumbre, realizada en 2012 en Cartagena de Indias, Colombia.
Durante varios artículos
y columnas en los últimos años he criticado la cumbritis, ese síndrome latinoamericano de reunir continuamente en reuniones
“de alto nivel” de sus múltiples —una larga veintena, usualmente inoperantes— organizaciones
regionales y subregionales que, por superpuestas, compiten entre sí. Una
práctica que beneficia a hoteles y aerolíneas pero perjudica las arcas
gubernamentales.
Tan recién como en enero
pasado en San José de Costa Rica en la III Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos
y Caribeños (CELAC) se reunieron la mayoría de los jefes de Estado o Gobierno de los 33 países del
Caribe y Latinoamérica miembros. Su diferencia fundamental con las Cumbres de las
Américas y la Organización de Estados Americanos era que en la CELAC participa Cuba
y no participan EEUU ni Canadá, mientras que en la OEA son miembros todos —incluida
Cuba, suspendida hasta 2009 y pendiente de negociarse su reincorporación— y en las
Cumbres de las Américas participaban 34 países: EEUU y Canadá junto con todos los
miembros de la CELAC excepto Cuba… hasta la Sexta.
Porque en esta Séptima
se van a dar dos grandes sucesos: la incorporación de Cuba a estas reuniones y el
debate sobre el enfrentamiento EEUU-Venezuela, ambos que opacarán las discusiones
económicas y de desarrollo fundamentales.
La incorporación de Cuba
se la ha rodeado con tanta expectativa mediática que a veces ha bordeado el folletín.
Posiblemente lo más importante de la presencia en el mismo evento entre las principales
autoridades de Cuba y EEUU será un nuevo encuentro —esperado, no como el de Sudáfrica—
entre Raúl Castro Ruz y Barack Obama que dará posicionamiento a las fluidas reuniones
entre ambos países desde el anuncio del 17 de diciembre pasado pero que no debe
significar ningún avance trascendente —la reapertura de relaciones es una posibilidad
avizorable a mediano plazo, no creo inmediata— y no significará que ninguno de los
dos gobiernos varíe radicalmente sus posiciones regionales.
Por el contrario, lo que
ocupará el eje de la Cumbre será el debate que sobre el impasse EEUU-Venezuela promoverán
los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA-TCP)
—sobre todo Venezuela y Bolivia, con el posible apoyo de Ecuador y Nicaragua y de
dientes para afuera de Cuba (porque, al final, está sustituyendo la pérdida del
“mejor amigo” con la captación del “nuevo amigo”)—, posiblemente con el apoyo de
Argentina, su gran aliado kirchnerista —la administración de Dilma Vana Rousseff
tiene muchos problemas para ganarse otra discusión ahora que la recomposición de
sus relaciones con EEUU, visita de ella a Washington por medio, puede ayudarle,
y el nuevo gobierno de Tabaré Vásquez Rosas no es tan probolivariano como el anterior
de Mujica Cordano, por lo que las participaciones de Brasil y Uruguay en el anunciado
enfrentamiento serán mesuradas, si las hubieran. Enfrentamiento que no tendrá
visos de solución mientras la debacle socioeconómica del gobierno de Maduro
Moros —o de los militares “chavistas” que podrían sustituirlo para defender sus
intereses “en nombre de salvar la Revolución Bolivariana”— siga llevando a una
escalada de violencia generalizada.
Las Cumbres de las
Américas nacieron el mismo año (1994) del lanzamiento de la iniciativa de
extender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLC), vigente entre Estados Unidos, México y Canadá, a una Área de Libre
Comercio de las Américas (ALCA) extendida al resto de los estados de la Región
—con la exclusión de Cuba—, proyecto que quedara descartado precisamente en
otra Cumbre de las Américas, la Cuarta de Mar del Plata en 2005, en un momento
de auge y expansión regional de la Revolución Boliviariana del presidente
venezolano Hugo Chávez Frías con el apoyo de otros presidentes latinoamericanos
como Luiz Inácio Lula da Silva de Brasil y Néstor Carlos Kirchner Ostoić
de Argentina, anfitrión de la Cumbre.
Fenecido sin nacer este propósito de la ALCA,
los supratemas de estas Cumbres se centraron en integración y lucha contra la
pobreza —además del casi transversal de intentar paliar las desmejoradas relaciones
entre Latinoamérica y EEUU.
La reducción de la pobreza ha sido un combate regional
que, según el Banco Mundial, entre 2002 y 2012 logró bajar de 48% a 25% (CEPAL menciona
28%) la pobreza moderada y de 25 a 13% la extrema, logros loables sin duda
alguna pero que, en muchos casos, fueron consecuencia del clientelismo y la
prebenda —factores y encubridores de corrupción— que aprovechó ingresos
extraordinarios eventuales como si fueran permanentes y no por la creación de
fuentes estables de trabajo digno y con remuneración adecuada, por lo que esos
avances serán coyunturales y durarán mientras haya recursos disponibles —los
del boom de los commodities regionales, ya en su declive— y como no crearon
sosteniblidad desaparecen cuando se acaban los recursos extraordinarios. Por
eso, estos éxitos podrían revertirse —en algunos ya sucede, como Venezuela y
Brasil— por la baja recuperación económica mundial, la progresiva tendencia negativa
de precios de las materias primas y la ralentización del acelerado crecimiento
económico chino —explicable por muchas causas exógenas y endógenas— que, según la
CEPAL, contrajeron el crecimiento del PIB latinoamericano en 2014 a sólo 1,1%, a
pesar del importante crecimiento que tuvieron Panamá (7%), Bolivia (5,5%) y Perú,
República Dominicana y Nicaragua (5%, todos datos CEPAL).
En junio de 2014, el barril de petróleo se cotizaba entre
100 y 105 dólares, dependiendo del tipo de referencia (WTI o Brent). Un año lleno
de problemas y crisis, con países productores —Rusia, Libia o Irak— parte de ellas,
debía haber llevado a que el precio del petróleo subiera desmesuradamente como en
años recientes —en 2008 el WTI (referente venezolano) llegó a costar 146 dólares.
Sin embargo, desde entonces los precios de los hidrocarburos están en acelerada caída libre
hasta menos de la mitad del de junio de 2014, sin visos de final. Descartando
analizar las causas, las implicaciones para Latinoamérica son disímiles: Para Venezuela —el país que flota sobre
hidrocarburos— es lo que le faltaba para la bancarrota porque
96% de su PIB depende del petróleo, pero también es crisis —por la alícuota en sus PIBs— para Colombia, para
Ecuador y para el gas boliviano, así
como en parte para México —aunque su apertura puede ser oportunidad— y de doble
efecto para Brasil —en medio de los escándalos de corrupción encabezados por el
de Petrobras: la Operação Lava Jato— y Argentina, porque les costará menos a su
industria y población pero paralizará proyectos locales —el multiefecto
depresor se nota en los campos del PreSal—, mientras que el resto de Latinoamérica
no productora importará más barato.
Regresando al tema de la integración, durante
la última década primó lo político e ideológico —inmediatista— sobre lo
perspectivo económico. Triunfalista, la Revolución Boliviariana venezolana
logró establecer una contraposición efectiva con la menguante influencia
estadounidense y de la OEA y a su propia organización —la ALBA-TCP, creada por
Venezuela con sus socios ideológicos Cuba, Bolivia, Nicaragua y Ecuador y los oportunistas
(por petrodólares) Dominica, Saint Vincent and the Grenadines (San Vicente y
las Granadinas), Antigua y Barbuda, Saint Lucia (Santa Lucía), Saint Kitts and
Nevis (San Cristóbal y Nieves) y Grenada (Granada) (y Honduras durante el
gobierno de Manuel Zelaya Rosales)— supo unir a otros países afines como
Argentina —beneficiada financieramente por Venezuela—, Brasil —con el
presidente Lula da Silva intentando infructuosamente una hegemonía paralela— y,
en menor medida, eventualmente Uruguay. Esta nueva alineación generó la
constitución en 2008 —pero efectiva en 2010— de una organización subregional
—Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR)— y después otra regional —CELAC, en
2010—, donde el peso del liderazgo del presidente Chávez Frías, con el apoyo de
sus países vinculados, dio la pauta de comportamiento de toda la Región, ya
fueran afines los demás países o actuaran en previsión de no enfrentársele —y
posibles conflictos internos, además de estigmatizaciones (verdaderos chantajes)
regionales.
Y esta composición regional es la que está en
el eje de los resultados del enfrentamiento EEUU-Venezuela en la Cumbre de
Ciudad de Panamá: frente a la situación venezolana —sumamente desmejorada
económicamente (por ende disminuidísima en influencia) y cada vez más devaluada
en el ejercicio de los derechos humanos— y las sanciones estadounidense contra
altos cargos venezolanos sindicados de narcotráfico, corrupción y/o violación
de DDHH, los restantes 33 países necesariamente tendrán que definirse: O
Latinoamérica posicionará un enfrentamiento conjunto a EEUU —con matices de
mayor o menor confrontación— o se quebrará esa falsa unidad, alineando el grupo
duro políticamente bolivariano junto con Argentina —y posibles muestras de
tímido apoyo de algunos, quizás Uruguay— y distanciándolo definitivamente de
otros —encabezados por México, Colombia y Costa Rica— que rehuirán del
“chantaje regional” de una empobrecida Venezuela —y, por ende, de la ALBA—,
mientras que otros, encabezados por Brasil —y quizás incluso Cuba para no
enturbiar el acercamiento a su nuevo amigo necesario—, tratarán de reducir la
tensión.
De suceder este segundo escenario, será el
final —efectivo para sus propósitos originales al menos— de UNASUR y CELAC. Y
yo, definitivamente, no creo que suceda el primero.
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