Los agoreros que se regodeaban anunciando el
fracaso estrepitoso de la Séptima Cumbre de las Américas quedaron muy mal
parados.
Se preveía que la Cumbre iba a girar sobre el
encuentro de los presidentes de Cuba y EEUU y el enfrentamiento de Venezuela y
EEUU por la declaración del país bolivariano como “amenaza” para Norteamérica
—desafortunado tecnicismo burocrático que tergiversó la medida y justificó la
oposición a ella—, pero el proceso de normalización de relaciones en continuo
avance —desmontando más de cinco décadas de confrontación errada que justificó
el antinorteamericanismo en la Región— permitió que el presidente cubano dijera:
“Obama es una hombre honesto al que admiro.” Frase impensable a comienzos de
diciembre pasado, como impensable era que un presidente estadounidense elogiara
a un Castro Ruz, prometiera prontas embajadas y sacara a Cuba de la lista de
promotores del terrorismo.
Y la confrontación por Venezuela se desinfló
—sólo las voces de Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Argentina se sintieron, entre
otras arengas antiimperialista y anticapitalistas que esos mandatarios dijeron—
porque el presidente Maduro Moros también bajó el tono (“Yo le extiendo mi mano
al presidente Obama”), motivado quizás por lo que días antes Thomas Shannon —el
funcionario de más alto nivel de EE.UU. visitando Venezuela en más una década—
les dijera al presidente bolivariano y a su canciller. También influenció la Declaración de Panamá de exmandatarios
iberamericanos y que varios países —incluidos sus otrora aliados Brasil
y Uruguay— reclamaran la libertad de los presos de conciencia venezolanos.
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