Para los cristianos de cualquier denominación, la Semana Santa es la celebración del mensaje de Amor Fraterno con el que Cristo Jesús se ofrendó para redimir al Pueblo de Dios, entendido éste sin las barreras de Pueblo Elegido cuando el Éxodo y extendido irreversiblemente a todos los que acogiéramos Su Mensaje de Paz y Amor.
Sin embargo, muchas veces le cerramos —bloqueamos más bien— las puertas de nuestro corazón y buscamos en nuestro entendimiento justificaciones y subterfugios para evadirlo. Habría mucho que decir de cuánto lo obliteramos en nuestro diario comportamiento: en nuestros estudios, en nuestra familia, en nuestras amistades y relaciones, en nuestro trabajo, en nuestra actuación cívica ciudadana —deberes y derechos… Me resumiré a opinar sobre esta última esfera.
Todos somos miembros de la comunidad ciudadana y ejercemos y expresamos nuestros derechos como sociedad civil. Salvaré el concepto de ciudadano más allá del griego original, porque somos miembros de esa sociedad civil todos los hombres y mujeres, propietarios o no, más allá de ser identificados como ciudadanos por el registro civil (me disculpo con los puristas conceptuales) porque vivimos en una gran polis —extrapolo el original de ciudad por el de donde vivimos— que identificamos como Santa Cruz, como Bolivia, como Nuestra América, como la denominó José Martí: más allá de las etiquetas de una Latinoamérica, de una Iberoamérica y de una Hispanoamérica. Pero me pregunto: ¿ejercemos esos derechos que tenemos como miembros de la sociedad civil y, por ende, ciudadanos de nuestra polis?
Entraré a comentar por dos vías: desde nosotros mismos y desde los que detentan la Política.
En nuestra sociedad civil —aunque la primera referencia que me viene a la mente es en Santa Cruz, en Bolivia pero vale para toda Nuestra América— ¿aceptamos “al otro”? (entendiendo “el otro” como alguien que no es mi calco: ni ideológico, ni social, ni educativo, ni de origen, ni de aspecto, ni de género…). Sobre todo: ¿oímos y respetamos “al otro” aunque no coincidamos? Definitiva, rotundamente: no. Si el cruceño, el boliviano como persona es fundamentalmente amable y, la mar de las veces, profundamente generoso —sin dudas ampliaré mi afirmación hasta la inmensa mayoría de los latinoamericanos porque en todos los países de la Región donde he ido (para trabajar, para vivir o sólo para visitar) el trato ha sido similar de similar apertura—, ese individuo amable y generoso puede convertirse sordo cuando confronta otras ideas diferentes a las suyas, en ocasiones —muchas más de las esperadas— afincadas como dogmas inamovibles y sostenidas —también muchas más de las esperadas— con violencia bajo el argumento supuesto de “porque mi Verdad es la única Verdad”.
Y lo extrapolamos a lo que denominamos la Política en la que muchos de sus profesionales —o ansiosos de serlo—, más que ejercer la democracia, ejercen su único e individual pensamiento. Y no hablo de las dictaduras o de las dictablandas: con civiles y con militares, bajo las armas o con las urnas; llevamos doscientos años —como un continum— de no ejercer la democracia bajo la narración pública de estarla ejerciendo con muchos líderes —gobernantes o aspirantes a serlo, iluminados mesiánicos o actores fortuitos, convencidos o farisaicos, ilustrados o ignorantes— de los que me abstengo de totalizar.
¿Y qué hacemos para ejercer nuestros derechos? No conciliamos ni debatimos, confrontamos y muchas veces violentamos los derechos de otros —bloqueos, marchas, petardos e incendios, a veces también hasta vandalizamos— y protestamos iracundos pero volvemos a apostar —votar— por las mismas “cuentas de colores” o, como diría un profesor y amigo muchos años atrás, “por los mismos bueyes con guirnaldas”.
Quizás nos falten muchos Pablos y Bernabés (como en Hch 14:11-15) para entender el amor fraterno entre hermanos que describe Rom 12:10.
Tengan una muy feliz Pascua de Resurrección.
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