En “Venezuela, sin más vueltas” escribí del “juramento” de Nicolás
Maduro Moros y lo inicié desde lo írrito de origen del evento —en el Tribunal
Supremo de Justicia y no constitucionalmente frente a la Asamblea Nacional— que se adicionaba a la ilegalidad
de la elección, la ausencia de representaciones —sus aliados los presidentes Bolivia, Cuba y El Salvador, los
primeros ministros de San Vicente y las Granadinas y de San Cristóbal y Nieves
(sus deudores de Petrocaribe), otros
delegados de menor jerarquía de Rusia y
China (Rusia y China sus princiaples acreedores), Bielorrusia, Turquía, Irán,
Palestina y de la menguada izquierda Foro de São Paulo— mientras el Consejo Permanente de la OEA resolvía
desconocer su legitimidad con los votos de 19 países, a los que sumaba el Grupo
de Lima (excepto ahora México), la Unión Europea y los EEUU junto con los duros
comunicados de la Conferencia Episcopal. En la práctica, excepto sus aliados
(en febrero El Salvador dejará de serlo) y los países que enviaron
representaciones, algunos pequeños países del Caribe (deudores de Petrocaribe)
y Siria, el gobierno de Maduro no cuenta con apoyos; Portugal, México y Uruguay
(muy criticado internamente) están en “posición expectante”.
La proclamación multitudinario de Juan Guaidó Márquez como
Presidente en Funciones de Venezuela se convirtió en parteaguas, dando un
escenario con un presidente ilegítimo pero apoyado por casi todas los Poderes
del Estado que cooptó —pero con un poder muy cuestionado y disminuido—, un sector del PSUV, la
cúpula de las Fuerzas Armadas (FANV) —posiblemente sólo el sector más
comprometido en la corrupción y el narcotráfico porque la oposición adelanta
conversaciones con parte importante del generalato— y algunos sectores sociales
—posiblemente, ateniéndome de la participación y resultado electoral de 2018
estará entre el 31% y el 12%— (principalmente los colectivos) y algunos países aferrados a su supervivencia —acreedores,
aliados ideológicos y varios beneficiados de su petróleo barato de Petrocaribe.
Del otro, un presidente elegido constitucionalmente por el único Poder del
Estado elegido democráticamente —por ende, con toda legitimidad—, reconocido
por la mayoría de Latinoamérica y del resto del mundo, con amplio respaldo
popular —incluidos chavistas— y por sectores militares cada vez más desembozados
—manifestado en adhesiones públicas y en levantamientos como el de Cotiza— y
que logró lo que parecía impensable: repotenciar a la oposición, unirla bajo un
liderazgo —de un casi desconocido hasta enero pero con fuerte carisma— y, sobre
todo, reempoderarla ante el pueblo venezolano y la comunidad internacional.
Guaidó, ante el bloqueo mediático, opta por el ejercicio de
la democracia abierta en cabildos masivos. El viernes, en otro multitudinario,
anunció cuatro medidas importantes: la primera, aceptar ayuda
humanitaria internacional, con cuatro objetivos: paliar la grave crisis de
alimentos y medicinas y desnudarla internacionalmente, confrontar a los
militares si se atreven a prohibir su entrada y, sobre todo, desacreditar a
Maduro que la ha negado permanentemente. Otras fueron la
retención de activos venezolanos —fracturaría la escasa capacidad
financiera madurista—, la divulgación boca a boca de la recién promulgada ley de
amnistía y el pedido a los militares cubanos —importante cuando los llamó “hermanos”— que
abandonen el control de la FANV y se queden a vivir si quieren.
Como respuesta al apoyo estadounidense, Maduro ese día dio 72
horas para expulsar a todos los diplomáticos estadounidenses. En otra muestra
de su creciente debilidad, al cumplirse el plazo lo alargó a 30 días más.
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