Hace un tiempo, prometí no escribir más panegíricos de
ilustres y grandes amigos porque —ley de la vida— de los mayores a mí ya varios se iban yendo y, más
que nostalgia o aprensión, recordé a otro amigo —afortunadamente vivo y profesionalmente
activo como quisiera yo a sus ocho décadas— que un día me confesó que lo
primero que leía en el periódico cada mañana era el necrológico para saber si
tenía algún penoso compromiso. Pero cuando Nannouk se
fue y muchos —conocidos pero también desconocidos de la redes— se solidarizaron
con su pérdida, comprendí que tenía que escribir de un amigo diferente, un gran
amigo peludo.
Para los amables
lectores que siguen mis columnas —generosos con mis opiniones los más,
agradecidamente educados hasta ahora los que discrepan— espero no haberles
defraudado hoy. Porque podía haber escrito sobre la victoria de Andrés Manuel López
Obrador en México y su discurso populista y centralista al peor estilo del PRI
de Luis Echeverría hace décadas; o sobre el nuevo palacio de gobierno
denominado La Casa Grande del Pueblo y lo que implica; o, también, sobre la
manipulación que se ha hecho sobre el nombramiento del nuevo cardenal —por
falta de información o, las más, por malintención
(todas fake news en la jerga
mediática actual)—, intentando enfrentarlo al resto de la Iglesia en Bolivia,
olvidando que —más allá de su actual investidura— el actual cardenal es miembro
del Episcopado colegiado desde décadas junto con otros prelados bolivianos —varios
también de origen campesino e indígena— y durante las dictaduras y después de
ellas, junto con muchos otros dignatarios religiosos, sufrió acoso, represión y
escarnio. Pero no lo haré. Escribiré sobre Nannouk, mi gran amigo.
Cuando hace casi seis
años lo conocí, era una bola blanca del tamaño de mi mano con tres escasos
puntos negros por boca y ojos; tenía un mes y parecía un osito polar (de ahí su
nombre, en innouit) de peluche. A Nannouk lo crió Don Gato, el viejo gran
felino dueño y señor de la casa donde yo vivía, por eso siempre Nannouk fue una
mezcla de virtudes felinas y caninas: nunca se le oía caminar, era un poco
perezoso, no era dado expresar su ternura —lo que no le impedía ser
absolutamente fiel, como ellos podrían enseñarnos— y no era amigo del bullicio
(aunque cuando llegaron después Susana fue su fiel compañera y a Nuka lo
prohijó y defendió, aunque fuera el doble de tamaño que él).
Más enfermizo que el
resto de su nueva familia, eso no le impidió estar siempre impoluto, como le
enseñó su padrino Don Gato. También aprendió a ser territorial y se apropió
desde pronto de un lado de mi cama y nunca lo transó, aunque no estuviera yo o
una visita la ocupara.
A cuatro personas le
agradezco que me hayan acercado defensa del mundo animal: A Susana del Carpio,
permanente defensora de los animales abandonados; a Ximena Flores, promotora de
la ley boliviana que prohíbe espectáculos con animales, y a Jan Creamer y Tim
Phillips, que me permitieron colaborar con ellos rescatando grandes animales
cautivos en circos en Bolivia, Perú y Colombia para enviarlos a santuarios en
diversas partes del mundo. A ellos mi homenaje.
Nannouk murió tras una
enfermedad que, a pesar de explorarse todos los recursos de la veterinaria en
Santa Cruz, no pudo diagnosticársele. Como puso en mi muro una amiga, «estará
en el cielo de las mascotas esperando a su amigo humano» y como afirmó el papa
Francisco: «el cielo está abierto para todas las criaturas. En ese lugar
recibirán la alegría y el amor de Dios, sin límites». Yo lo creo: porque
Nannouk fue mi gran amigo peludo.
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