En mi anterior columna “Populismo y corrupción matan democracia”
prometí hablar de populismo, esa lacra de gobernar que en estas tierras latinoamericanas
nos empeñamos en resucitarla cíclicamente. Exenta de ideología porque su fácil y
engañosa asimilación la hace atractiva a derechas e izquierdas para mejor mantener
su poder, aunque presente en los caudillos desde las independencias son los inicios
de los años cuarenta cuando un joven coronel argentino —fascinado con la Italia
mussolinesca que había conocido y admiró— llena un vacío de poder en su país y empieza
a gobernar con derroche de demagogia y populismo: Juan Domingo Perón Sosa, con tal
éxito de demagógico posicionamiento que atornilló su nombre a la defensa de los
trabajadores —atribuyéndosele las conquistas sociales anteriores a él: jubilaciones
(1904), descanso dominical (1905),
protección del trabajo femenino (1909) e infantil, accidentes de trabajo (1915)
y jornada de 8 horas (1929), muchas promulgadas gracias al primer diputado socialista
latinoamericano, Alfredo Ramón Palacios, quien llamó fascista a Perón— y fijó
su nombre y el de su esposa al concepto de justicia social —una hábil
propaganda hace mucho, como Goebbels adelantó.
Desde Perón y su contemporáneo Getúlio Dornelles Vargas
hasta caudillos más recientes como Hugo Chávez Frías, las características
identificativas se han repetido, sobresaliendo la distribución de la riqueza
del país —o heredada de anteriores gobiernos o imprevistamente desbordada por
algún boom en sus exportaciones— con marcado sello personalista y, en muchos
casos, sin crear riqueza sino, mucho más pronto que tarde, reproduciendo con
creces la miseria que dizque combatía.
El historiador mexicano
Enrique Krauze Kleinbort hizo una excelente taxonomía de ello en su “Decálogo
del populismo”, clasificando sus características: exaltación del líder
carismático; apropiación “personal” de la palabra —la opinión y el pensamiento—;
fabricación unigénita de la verdad —la suya, la única—; discrecionalidad en el
manejo de las finanzas públicas y en la repartición de la riqueza —identificada
sólo con él—; promoción del enfrentamiento social —arma para su supervivencia—
a través de la permanente movilización de grupos sociales que empodera; creación
de "enemigos”, tanto externos como interno, los que expiarán todas las
culpas del populismo, además de despreciar la legalidad y buscar ser el origen
de todo, destruyendo o apropiándose de las instituciones de la democracia
anterior so tildándolas de “freno a sus reformas” —como Fujimori— o de “anacrónicas
y corruptas” —como Chávez.
Estos días, los sucesos
secesionistas —más que independentistas— de Cataluña son un excelente colofón
de la simbiosis perversa de populismo y corrupción. Como mencioné en “Cataluña,
Piolín y la inepta mediocridad” es una carrera —hacia muy atrás— de un lado una
alianza chueca entre una élite conservadora que medró de su corrupción
desenfrenada, unos independentistas xenófobos —a pesar de ello, los más
salvables— y unos altermundistas imbuidos de anarquismo y sovietismo —enemigos
irreconciliables todos—, y del otro un grupo de políticos alrededor de un líder
pusilánime y escaso.
Pulseta entre mediocres corruptos, populistas —unos más,
ambos sí— e improvisados, desbordados en el desconcierto por sus acciones. Ya
es la hora de la legalidad, respeto, diálogo serio y oír a todos. ¡Dolça Catalunya... Visca Catalunya i
Espanya!
Información consultada
http://cnnespanol.cnn.com/2016/10/04/cinco-de-los-10-paises-mas-corruptos-del-mundo-son-iberoamericanos-segun-informe/
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