Este domingo pasado, los ciudadanos eligieron a Emmanuel
Macron como nuevo presidente de la République française, el vigésimo quinto de
los períodos republicanos y el décimo de la V República que inauguró Charles de
Gaulle en 1959. Una elección más determinante para el futuro europeo que para
la misma Francia porque para el país se jugaba el futuro de una nueva VI
República —la V había muerto— pero para Europa se decidía —más que en Holanda
en marzo pasado— su propia existencia como Unión. La victoria de Macron no fue
tan arrolladora como la de Jacques Chirac en 2002 cuando todo el arco
político francés se unió para derrotar al ultraderechista Jean-Marie Le Pen y
su Frente Nacional pero la del domingo frente a Marion Anne —Marine— Le
Pen, su hija con el mismo partido, tiene la misma importancia porque en ésta la
izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon —defensor del madurismo venezolano— y
su Francia Insumisa sólo promovieron la abstención. Y aunque la
confirmación de la victoria de Macron será en la “tercera vuelta” —las
legislativas de junio próximo—, hay una fuerte probabilidad de que el Frente
Nacional no supere significativamente sus dos diputados actuales —en el
ballotage, el FN sólo ganó en dos de los 101 departamentos— y dos certezas: los
partidos que gobernaron la V República —la derecha gaullista, mudando
denominaciones en el tiempo, y el socialista— han terminado su ciclo y
necesitan reinventarse en un escenario dominado por los extremos y un poder aún
indefinido, el del socioliberalismo de ¡En Marcha!, el partido que hace un año
creó Macron para promover su candidatura.
El fenómeno Macron, en realidad un outsider recién llegado a la política, no es excepcional: aunque
con posiciones diferentes a Donald Trump —más afín con Le Pen—, Macron y Trump
son políticos outsider que llegan en
un momento de urgencia política: en Francia, la derrota de los dos partidos
hegemónicos marca el fin de una época mientras en EEUU la crisis republicana —empujada
por los sectores ultraconservadores— y la demócrata —por los radicales de
Saunders— marcan la urgencia de profunda renovación.
El fenómeno ultranacionalista —antiglobalizador,
nacionalista, aislacionista, antimigrante— de Le Pen y Trump es el mismo que le
dio el éxito al Brexit: los tres fueron victoriosos —Le Pen en primera vuelta—
con sectores rurales y populares —Le Pen absorbió mucho del voto obrero,
incluido antes procomunista, y de los pequeños propietarios; Trump y el Brexit
tuvieron adhesiones similares—, los tres exacerbaron el nacionalismo y
achacaron sus males al exterior —Trump a la globalización, Le Pen y el Brexit a
la Unión Europea—, los tres apelaron a las frustraciones de sus votantes —Trump
y Le Pen al desempleo y el trabajo de mala calidad; Nigel Farage, líder del
UKIP promotor del Brexit, a la seguridad social; los tres a la migración.
Como Hugo Chávez Frías en 1998 —otro outsider como Tsiripas en Grecia—, Le Pen —infructuosamente—, Trump
y el Brexit navegaron sobre la ola del descontento social y el final de un
período: Chávez Frías enterró la IV República que democristianos y
socialdemócratas corrompieron —Maduro Moros lo hará con la V que el chavismo
malgastó—, Le Pen coadyuvó al entierro de la V República francesa, el Brexit —y
los nacionalismos del Viejo Continente— obligarán a rehacer la unidad de Europa
y tras Trump republicanos y demócratas tendrán que recrearse.
Muy buena reflexión
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