Si yo hubiera tenido
que votar en el plebiscito de Colombia, hubiera votado NO. No porque defienda
la violencia sino por lo contrario, aunque el presidente Juan Manuel Santos Calderón —ejecutor de la guerra frontal contra las FARC cuando
era ministro de defensa— haya promovido que aprobar “su” acuerdo era
querer la paz y rechazarlo era más guerra, algo que la guerrilla descartó.
Un largo acuerdo de
297 páginas —hubo sólo un mes para conocer, algo imposible— dio
dudas de una paz duradera: su corto tiempo de información y la forma de
refrendarlo elegida por el gobierno —un plebiscito que con los votos favorables del 13% del censo incorporaría lo acordado a la
Constitución, a diferencia del 50%
usual— despiertan susceptibilidades. Y las concesiones —precedente
para con el ELN— extremadamente
ventajosas: los crímenes contra el
derecho humanitario no tendrán prisión; las FARC — para la mayoría de los países terrorista y parte
del narcotráfico— recibirán diez escaños en el congreso durante dos periodos legislativos y participarán en la elección de 16 escaños especiales de las zonas más afectadas por el
conflicto, además de recibir y los mismos recursos estatales que todos los
partidos tradicionales, además de 31 emisoras y un canal de TV para difundir sus
posiciones —beneficio exclusivo sobre el resto.
También excluye a las
FARC de reconocer su vinculación con el narcotráfico ni devolver los recursos
percibidos por esto ni por los secuestros, extorsiones y minería ilegal, por lo
que no contribuirán a reparar el daño a las víctimas y sí podrían usarlos en
política. Hay más, pero estos son los más visibles.
Un pueblo que ha
vivido más de 50 años de violencia urge de paz pero que sea verdadera. Habrá que seguir negociándola.
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