Hace 10 u 11 mil años acababa el Pleistoceno con
el fin del último período glacial —el primero con la existencia del hombre— y el
cambio climático abrupto conllevó la desaparición de muchas especies de flora y
fauna, dominantes antes entonces; dentro de los animales, quizás el desaparecido
del período que más rápido recordemos era el imponente mamut pero no fue el único
que desapareció: también el rinoceronte lanudo, el ciervo gigante irlandés, el uro
—antecesor del ganado vacuno—, el tigre de dientes de sable, el perezoso terrestre
y el oso de las cavernas, entre muchos otros, no pudieron resistir el cambio del
clima que conllevó un calentamiento de la superficie terrestre y la transformación
de la flora que era su sustento, además del retroceso de las tierras no anegadas
porque el deshielo hizo que el nivel del mar subiera varios metros. En ese entonces,
el hombre —a diferencia de ahora— no fue el responsable principal de sus desapariciones.
Si bien estos cambios climáticos han sido frecuentes
—“frecuencia” de cientos de miles de años, por lo menos— en la existencia del Planeta
Tierra, hoy el clima se está modificando muy velozmente no sólo por causas naturales
sino, por primera vez, por antropogénicas: la intervención del hombre. Este nuevo
proceso de cambio, denominado calentamiento global, ha acelerado en pocas décadas
la variación de los parámetros meteorológicos —temperatura, presión atmosférica,
precipitaciones, nubosidad, entre otros— causado por las crecientes concentraciones
de gases de efecto invernadero producidos por las actividades humanas, sobre todo
las emisiones de dióxido de carbono (CO2) procedentes de la combustión de combustibles
fósiles, la producción de cemento y la deforestación por los cambios de uso de los
suelos.
Frente a la antítesis que enfrenta desarrollo —o riqueza— versus conservación,
hoy cada vez más se genera una responsabilidad con la naturaleza y el clima en particular,
como generador de condiciones para que la naturaleza —nosotros incluidos— nos mantengamos
y vivamos.
Las evidencias son palpables. En primer lugar,
el nivel de CO2 atmosférico es el más alto registrado desde mucho antes que los primeros
hombres se irguieran en la Tierra.
Figura 1
CO2
en la atmósfera terrestre. Tomado de http://cambioclimaticoglobal.com/wp-content/uploads/2013/08/evidencia-del-cambio-climatico-nasa-co21.jpg
Este exceso abrupto de provocando de CO2
—cronológicamente posterior a la Revolución Industrial y consecuencia
de las incidencias antes mencionadas— es lo que provoca la acentuación del denominado
efecto invernadero. Los gases en la atmósfera continuamente —desde su formación
hace millones de años— retienen parte de la energía que se emite desde la superficie
de la Tierra tras ser calentada por la radiación que le llega del Sol: Esto es lo
que permite que la temperatura de la superficie no sea gélida. Sin embargo, este
efecto invernadero se ha acentuado por la emisión de gases como el CO2 —y el metano,
entre otros en menor proporción— como consecuencia de la actividad humana, provocando
que la temperatura de la atmósfera terrestre aumente alrededor de 0.8 ºC desde finales
del siglo XIX, dos tercios de este aumento corresponden desde 1980 hasta la actualidad,
provocando lo que se ha denominado el Calentamiento Global.
Figura 2
Aumento de las temperaturas globales. Tomado de http://cambioclimaticoglobal.com/wp-content/uploads/2013/08/calentamiento-global-temperaturas.gif
Al alcance de todos hay múltiples evidencias de que se está produciendo un abrupto cambio climático: en primer lugar, el nivel mundial del mar aumentó 17 centímetros en el siglo pasado pero en la última década este aumento fue casi el doble del registrado en el siglo XX; la temperatura global aumenta desde 1880, sobre todo desde 1970, provocando los diez años más calientes en los 12 últimos; los océanos —que absorben la mayor parte del aumento de calor— se calientan y la acidez de sus aguas superficiales aumentó 30% desde 1880; las placas de hielo disminuyen en masa en Groenlandia y la Antártida, la extensión y grosor del hielo ártico disminuye rápidamente en las últimas décadas y los glaciares están retrocediendo en todo el mundo. De colofón —lo más palpable por
todos nosotros— los eventos meteorológicos extremos —huracanes,
sequías, inundaciones, excesivas temperaturas— aumentaron desde 1950, conllevando el resurgimiento
de profecías apocalípticas descabelladas.
Las consecuencias negativas son muchas: al hacerse más cálida la superficie
del planeta, incidirá negativamente la producción agrícola
—con el consecuente aumento de precios de los alimentos— y la mortalidad aumentará
por las olas extremas de calor, sequías y otros efectos secundarios; el nivel del mar aumentará; el clima cambiará con sequías e inundaciones
más pronunciadas y sus eventos extremos serán habituales y más intensos, disminuyendo
significativamente la disponibilidad de agua potable en muchas zonas del mundo;
muchísimas especies tendrán que cambiar sus rangos de distribución y las que no
puedan hacerlo se extinguirán; pestes y enfermedades tropicales avanzarán hacia
las zonas que se han entibiado; la acidificación de los mares destruirá los arrecifes
de coral y dañará las especies marinas existentes, y de rebote a la industria pesquera
y la alimentación humana.
Pero el hombre no se ha quedado sólo expectante
frente a este fenómeno. A pesar de las posiciones contrarias —los “desarrollistas”
a ultranza ya mencionados—, en 1992 se realizó en Río de Janeiro la Cumbre de la
Tierra que abrió el camino para el Protocolo de Kyoto sobre el Cambio Climático
aprobado en 1997 en Japón y que entró en vigor en 2005; hasta hoy, 195 estados lo
ratificaron aunque el compromiso de los dos mayores emisores mundiales de gases
de invernadero —EE.UU. y China— ha sido insuficiente hasta la reciente
Conferencia de la ASEAN en Beijing, cuando ambos países —sobre todo EEUU— han
establecido sus nuevos compromisos y le han dado un impulso renovado. Este Protocolo
de Kyoto sobre el cambio climático forma parte ejecutora de la Convención Marco
de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —aprobada en 1994— y actúa como
acuerdo internacional para reducir en promedio mundial, al menos, un 5 % entre 2008
y 2012 —comparando con 1990— las emisiones de seis gases que causan el calentamiento
global: CO2, metano (CH4) y óxido nitroso (N2O)
y tres gases industriales fluorados: hidrofluorocarburos (HFC), perfluorocarbonos
(PFC) y hexafluoruro de azufre (SF6); estas reducciones fueron fijadas
para cada país. Un segundo período de vigencia del Protocolo —2013 hasta 2020—
fue ratificado en la Conferencia de las Partes (COP 18) celebrada en Doha en
2012.
En estos días, en Lima se realiza la COP20, cuya
principal meta es establecer las bases de un Acuerdo Climático Global
Vinculante a partir de lo discutido en la COP19 en Varsovia en 2013 y que
deberá ser aprobado en la próxima Conferencia —la COP21— en París en 2015. La
presidencia peruana de la COP —además que visibilizar la actuación del país en
todo el mundo como nunca antes— será exitosa en la medida de conseguir consenso
entre las distintas visiones de desarrollo e intereses de los otros 194 países participantes
de la COP, con sus diferentes realidades, necesidades y expectativas —y
urgencias— sobre la problemática del cambio climático porque las negociaciones
no solamente son discusiones ambientales, sino que son transversales a los
desarrollos económico y social, consensuando la responsabilidad de todos con una
Tierra futura desde una visión holística del desarrollo sostenible, a través de
analizar la adaptación de las actividades productivas y no productivas de todos
los países a las nuevas condiciones climática, a la vez que establecer metas de
reducción obligatoria de emisiones para no sobrepasar un aumento de 2 ºC de la
temperatura global, replanteándose en muchos casos, las formas de desarrollo.
También ocupan un lugar fundamental en las negociaciones de la COP20 los mecanismos
para preservar los bosques como principales sumideros de carbono, la transferencia
de tecnologías a disposición de todos los países para poder adaptarse a las
nuevas condiciones climáticas, y los mecanismos de financiamiento para estos
procesos, tanto de los países desarrollados como de los que están en vías de
desarrollo.
Colateralmente a esa responsabilidad global,
Perú está dando en estos momentos una firme y destacadísima señal de compromiso
con la naturaleza: el rescate de los animales salvajes cautivos en los circos,
explotados y maltratados con fines de exhibición —tema que nuestro medio ha
abordado anteriormente— para su posterior ubicación en santuarios y reservas
especializadas donde disfrutaran de una vida digna y saludable, pone una
importante pica en este Flandes de la responsabilidad ambiental. Gracias a la
estrecha colaboración entre la organización global Animal Defenders
International y el Congreso de la República, primero, y luego con las
autoridades nacionales encabezadas por los servicios especializados del
Ministerio de Agricultura con el apoyo de la Presidencia, este trabajo en pro
de la defensa de un sector de la fauna más que un pequeño aporte —en
dimensiones, pero grande en costos— al gran proceso de la responsabilidad con
el medio ambiente, en un gran paso en la sensibilización de la población y una
muestra que el Perú sí está comprometido indisolublemente y es vanguardia con
la defensa del medio ambiente.
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Información consultada
http://servindi.org/actualidad/104408
Salve amigo. Tenho acompanhado o seu blog e compartilhado sempre em minha página no Facebook. Grande abraço.
ResponderEliminarMuito obrigado, abraço e bênçãos de Natal!
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