La lengua que hablamos es uno de nuestros bienes preciados
porque, por un lado, nos identifica y agrupa y, por otro, nos permite
comunicarnos. Como nos demuestran, a partir de sus fundamentos respectivos la filología
comparada (desde el siglo 18 con Burnett, predecesor de Darwin) y la
biolingüística (contemporánea), la evolución de nuestras lenguas ha sido la
respuesta de un grupo humano frente a medios y estructuras sociales
cambiantes. Sin embargo, frente a esto puedo argüir un factor adicional:
el lenguaje como instrumento de la política.
Abusando de lo sabido, ahora que en Bolivia, Brasil y
Uruguay pululan las campañas electorales para sus respectivos comicios
octubrinos, no es ocioso de recordar usos y abusos que la política da a nuestro
lenguaje. Generalmente maquillaje de una verdad difícil (“proceso de
rectificación” se le llamó al fracasado golpe de estado contra la perestroika
que en 1991 intentaron altos funcionarios del Partido Comunista soviético y del
gobierno) o parte de una estrategia (“default selectivo” en Argentina hoy),
fallida o no, la mentira como elemento de comunicación política ha sido muy
socorrida.
Con propósito político, la mentira es tan antigua como las
sociedades estructuradas: desde el “derecho divino” de los gobernantes en la
antigüedad y medioevo hasta Der Lebensraum (“el espacio vital”) que
justificó el expansionismo nazi a mediados del siglo pasado, pasando por el
geocentrismo (donde ciencia, religión y política confluyen desde la antigua
Babilonia hasta el Renacimiento, teorizado por Aristóteles y Claudio Ptolomeo
para fortalecer la visión antropocéntrica del Universo) y llegando a otras más
contemporáneas (que, como el cruento conflicto entre Israel y Palestina, se
basa en muchas medias verdades y negaciones del otro), y los políticos han
echado mano de ella cada vez que la necesitaron; no por falta de pudor Paul
Joseph Goebbels, el “célebre” ministro de propaganda hitleriano, decía que “una
mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad”...
Más sutil, es la “media verdad”, frase que oculta una
mentira “a medias”. Verdades parciales, descontextualizadas o “verdades
reconstruidas”, son mejores recursos que las mentiras plenas por dos razones:
son más convincentes que éstas otras por la parte de verdad que tienen y,
además, son menos identificables (o rebatibles) como falsas por ese mismo
elemento cierto, aunque parcial, que contienen.
Si la “verdad” absoluta no existe porque toda verdad depende
del contexto donde surge y de quiénes la emiten (cercano a una lógica difusa),
un criterio válido sería desde la honestidad, buena fe y sinceridad
de lo que se dice. Su manipulación conlleva la falencia de esos atributos (lo
cual no impide que puedan ser mediaciones exitosas para quien las emite).
Nada mejor para el político que tergiversa la verdad que la
frase de Abraham Lincoln: “Podrás engañar a todos durante algún tiempo; podrás
engañar a alguien siempre; pero no podrás engañar siempre a todos.”
Información consultada
Méndez Medina, H.:
“La evolución del idioma.” Universidad de Puerto Rico s/f.
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