martes, 4 de marzo de 2014

Moloch Baal y el populismo latinoamericano

«Los brazos de bronce estaban trabajando más rápidamente. Ya no se detuvieron. Cada vez que un niño se colocó en ellos, los sacerdotes de Moloch […] vociferaban: “¡Ellos no son hombres, sino bueyes!” y la multitud alrededor repetía: "¡Los bueyes! bueyes".» [Salammbô (Gustave Flaubert, 1862)]

Flaubert logró recrear con mucha vitalidad —que nos espeluzna, diría más— una de las más sangrientas etapas de la historia cartaginesa, luego de la Primera Guerra Púnica, mezclando lo que cuenta la Historiae del griego Polibio con la fantasía. El fragmento de su novela Salammbô en el que describe los sacrificios de niños vivos en la caldera que representaba al dios Moloch Baal es, sin duda, uno de los más crueles de la literatura occidental, no sólo por la violencia que dimana de su descripción sino, además, porque todo el tiempo Flaubert —narrador omnisciente— nos deja entender su futilidad.

Regresando a nuestros tiempos, discrepo con la opinión del cínico amigo —lo dice el autor, no yo— que Moisés Naim menciona en su columna «¿Qué está en juego en Venezuela?» en el español El País cuando dice “América Latina no es competitiva ni siquiera en sus tragedias”. Porque si en algo la Región “da cátedra” a cualquier otra es en un “pecado” que ha permeado la historia latinoamericana desde sus inicios independientes pero que desde mediados del siglo pasado y más en la década pasada ha retomado fuerza, transgrediendo muchas veces las leyes de la economía y el desarrollo: el populismo.

Aunque el populismo no es una “invención” latinoamericana: el populismo (del término latino populus: "pueblo") como corriente que busca lograr la justicia y el bienestar social a través de afianzar el Estado como defensor de los intereses de la población mediante el ejercicio del estatismo, el intervencionismo y la seguridad social, lo podemos encontrar  tan antiguo como en el último período de la República Romana (ss. ii y i a.C.) liderado, entre otros, por los hermanos Tiberio y Cayo Sempronio Graco —tribunos de la plebe— y el mismo Cayo Julio César, pero es en Latinoamérica donde se da el caldo principal de cultivo para la aplicación de métodos populistas, ya sea en gobiernos de derecha y centroderecha —ejemplificados en los de Manuel Odría Amoretti en Perú, Marcos Pérez Jiménez en Venezuela y Luis Muñoz Marín en Puerto Rico en una etapa primera, y los neopopulistas de los años 90 (mezcla de populismo y neoliberalismo): Carlos Saúl Menem Akil en Argentina y Alberto Fujimori Fujimori en Perú (incluyendo, moderadamente, a Álvaro Uribe Vélez en Colombia y Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa en México)— como de centro, centroizquierda e izquierda — Hipólito Yrigoyen Alem en Argentina, Plutarco Elías Campuzano (conocido como Plutarco Elías Calles) en México, Juan Velasco Alvarado en Perú, Jacobo Árbenz Guzmán en Guatemala, Carlos Ibáñez del Campo  en Chile, Carlos Andrés Pérez Rodríguez en Venezuela (primer gobierno) e, incluso, Fidel Castro Ruz en Cuba antes de la declaración socialista, y los recientes miembros de la ALBA (denominada “tercera ola populista latinoamericana”): Hugo Chávez Frías en Venezuela (y el descalabro de su heredero Nicolás Maduro Moros), Néstor Kirchner Ostoić y su viuda Cristina Fernández Wilhelm en Argentina, Evo Morales Ayma en Bolivia, Daniel Ortega Saavedra  en Nicaragua y Rafael Correa Delgado en Ecuador (el más pragmático de todos), además de en parte también por Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Vana Rousseff en Brasil— han utilizado métodos populistas, porque el populismo no es ideología sino forma de gobernar y detentar el poder.

Aunque existió desde la independencia —ejemplo fue el Tata Belzú (Manuel Isidoro Belzú Humerez, Presidente de Bolivia entre 1848 a 1855) repartiendo al voleo monedas a la muchedumbre popular frente al Palacio de Gobierno en La Paz a mediados del siglo xix—, es en el siglo xx que adquiere carta de ciudadanía con el nacional-populismo histórico de gobiernos como —sin agotar la lista— el de Lázaro Cárdenas del Río en México, José María Velasco Ibarra en Ecuador y Getúlio Dornelles Vargas en Brasil pero, sin dudas, el paradigmático fue Juan Domingo Perón Sosa en Argentina; presidente en tres ocasiones entre 1946 y 1955 y 1973 y 1974 (por fallecimiento), creador del Justicialismo —en el que han convivido la extrema derecha de la Triple A y la ultraizquierda de los Montoneros— que, con programas de justicia social que muchas veces fueron realmente efectivos pero con desacertados ejercicios económicos, logró “convertir” a Argentina de uno de los diez países más ricos del mundo —aunque con desigualdad social— a comienzos del siglo pasado en otro en crisis periódicas, como la actual.

En lo general, el populismo se arroga la “representación del pueblo” y adopta políticas económicas de carácter redistributivo, a la vez que tiene la imperiosa necesidad de “construir” un antagonista, ya sean las oligarquías o sectores foráneos o ambos, que actúe como Némesis de su acción. Basada esta forma de ejercer el poder a través de un líder carismático —por lo común, paternalista— que las clases desfavorecidas se lo identifican y lo apropian como suyo —aunque, con frecuencia, no lo sea y se aproveche para su propio beneficio de esa asimilación e identificación—, lo que les conlleva asumir que este líder entiende sus problemas y dificultades y trabaja para solucionarlos, percepción que el líder refuerza por medio de incrementar su popularidad —tanto por implementar políticas de corto plazo de beneficio popular, aunque contravengan las leyes, como por el empleo de la cada vez más incrementada propaganda oficial centrada en su liderazgo y la permanente movilización social de las agrupaciones que ha creado o aliado.

La etapa histórica que nos interesa —siglo xxi latinoamericano— se caracteriza por la conclusión de las transiciones democráticas en la Región y el agotamiento del paradigma neoliberal que imperó después las crisis generalizadas de mediados de los años 80 en la Región. 

En su Decálogo del Populismo, el historiador y ensayista mexicano Enrique Krauze sistematiza características comunes de los gobiernos eminentemente populistas. Llevadas a un plano de ejercicio pleno, analizaré la exacerbación de sus componentes: El populismo —entendido como Política de Estado— exalta al líder carismático, el “hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo”; un líder populista llega a existir sobre la realidad —Perón Sosa y Eva Duarte Ibarguren, Evita, para muchos “la capitana abanderada de los humildes” y “la jefa espiritual de la Nación” que a la vez que preconizaba medidas sociales se enriquecía y ostentaba esa riqueza con el beneplácito “cómplice” de los más necesitados— e incluso más allá de ella —como en el caso de Chávez Frías, que su sucesor ha convertido en un culto cuasi religioso. El líder populista llega a apoderarse y abusar de la palabra, fabricando “su” verdad y evitando —prohibiendo incluso— la intermediación mediática; cuando se exacerba, es el único “intérprete” —siempre emocional— de la Vox populi, eliminando la libertad de expresión y el pluralismo, convirtiendo los medios dicotómicamente en sus dependientes o en sus enemigos —CFK y Correa Delgado— y puede llegar a al blackout informativo —Maduro Moros. Su concepción de la economía llega a ser “mágica”, con un Estado interventor en las actividades económicas —con nacionalizaciones que no siempre se justifican y redistribuciones de la riqueza (que pueden ser necesarias como concepto de política social e, incluso, económica en el caso de la tierra) que fracasan cuando no se acompañan de planes de desarrollo sostenible, que es lo más común—, que se convierte en Estado-empresario y emprende políticas redistributivas —casi siempre desde el asistencialismo—; manejando el erario público en forma discrecional — volitiva y arbitraria muchas veces, las que concluyen en desastres descomunales— en sus decisiones y proyectos, sin tomar en cuenta los costos —a veces, incluso, para enriquecerse él y su entorno, que lo medra— y menos los ingresos a mediano plazo sino agotando la riqueza acumulada o la coyuntural, creando una mentalidad prebendalista y asistencialista sin crear riqueza sostenible ni, muchísimas veces, empleo de calidad por lo que, pasada la bonanza o agotados los recursos anteriores, se revierten los logros sociales y pueden, incluso, agudizarse más; pero su munificencia no es gratis: su ayuda es focalizada porque la cobra en apoyo e, incluso, obediencia —como el dicho popular: “o estás conmigo o estás sinmigo”, glosa del bíblico “el que no está conmigo, está contra mí” [Lucas 11, 15-26]. El líder populista paradigmático alienta el odio de clases pero se aprovecha —y beneficia de ellos, a la vez que los beneficia— de quienes lo apoyan dentro de esas mismas clases oligarcas que él critica. Es el Gran Convocante que moviliza permanentemente a los grupos sociales que lo apoyan —la más de las veces generados por él dentro de un Corporativismo Estatal de Inclusión y de los que, en ocasiones, forman parte sus grupos de choque— y, como es inmune a las críticas por ser investido de la Vox populi, achaca todos los males existentes al “enemigo exterior” —imaginario en ocasiones, siempre representado en el “Imperio yankee” aunque no sea el único (como Uribe Vélez fue para Chávez Frías y hoy para Maduro Moros)— y a la oligarquía, aunque sean de propia generación; usualmente pretendido originario —porque descarta todo el pasado por “nefasto” y promueve la desconfianza y rechazo de lo hecho por quienes le antecedieron, por más justas o beneficiosas que fueran esas acciones— a la vez que propugna la “ley natural”. Al final, en palabras de Krauze, el “populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal”, a lo que agrego que, cuando se convierte en Política de Estado y el Líder es arropado en el voto masivo —o mayoritario— como representación valedora de su cualidad democrática, convierte el ejercicio democrático en democracia directa con apoyo de sus movimientos sociales —que pueden llegar a sustituir, real o efectivamente, a las representaciones delegadas dentro de la democracia representativa—, coaptando a su arbitrio los Poderes e instituciones del Estado y desarrollando esquemas cada vez más autoritarios.

Todas estas características anteriores están ejemplificadas en los dos países en crisis actualmente: la Argentina de Néstor Kirchner Ostoić y su sucesora (y luego viuda) CFK —a quienes el analista Andrés Oppenheimer llamó “Gobierno conyugal” y que yo inscribiría como tradición del justicialismo, recordando a Perón Sosa y Evita, primero (aunque ella no gobernó sola porque su muerte temprana lo truncó, sí cogobernó efectivamente con su marido), y luego a él mismo con  María Estela Martínez Cartas, Isabelita, que lo sucedió constitucionalmente— y la Venezuela de Hugo Chávez Frías y Nicolás Maduro Moros. Ambos países hoy —más Venezuela pero cerca Argentina— están inmersos en “tormentas económicas perfectas”: junto con un descrédito creciente del Estado se produce alta inflación, escasa o nula inversión, crisis de los servicios públicos, depreciaciones aceleradas de la moneda oficial, crecimiento del PIB nulo —incluso decrecimiento en sectores generadores de riqueza y empleo, como el industrial—, dependencia ascendente de la cotización de commodities —petróleo en Venezuela, soya en Argentina— y de las importaciones junto con reducción significativa del nivel de vida de la población —sobre todo en las clases medias y emergentes, volviendo a cotas superiores de ambos niveles de pobreza—, entre otros comunes a ambos, a lo que en Venezuela se adiciona un desabastecimiento muy creciente y medidas cortoplacistas que generan más crisis.


Al final de cuentas, políticas populistas han estado presentes en casi todos los gobiernos latinoamericanos, incluidos los del desarrollismo de los 60 y 70 preconizado por Raúl Prebisch Linares y la CEPAL. El peligro es cuando el populismo muta de instrumento y se convierte en política de Estado y el líder populista sustituye al Estado por la “voluntad del pueblo”, es decir: de ÉL, y se cumple la advertencia del revolucionario francés Honoré Gabriel Riquetti, Conde de Mirabeau: “El mayor peligro de los gobiernos es querer gobernar demasiado.”

El populismo impreciso y ambivalente es, entonces, como Moloch Baal: devora a las criaturas que lo adoran.



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