«Está el hoy abierto al mañana / mañana al infinito. / Hombres de España:
/ Ni el pasado ha muerto / Ni está el mañana ni el ayer escrito.»
[Fragmento de «El Dios Íbero» (poema de Antonio Machado Ruiz en su libro Campos de Castilla, 1912), incluido en el discurso de Adolfo
Suárez González ante las Cortes Españolas el 9 de junio de 1976 al presentar la
Ley de Asociaciones Políticas.]
Sombra, héroe, villano, sombra de nuevo y héroe sublimado al
final, Adolfo Suárez González —“Timonel de la Transición” se lo ha denominado en
estos días— fue todo eso, y quizás más, en una vida política que ejerció en la primera
línea de un momento imprescindible: la impostergable transición de España del caudillismo,
el atraso y el patriarcado político a la democracia y la modernidad, quiebre que
dejó enseñanzas indelebles —en su momento pero también ahora— para Latinoamérica.
¿Pero quién era Adolfo Suárez González hasta la muerte del Caudillo
y el gobierno de Carlos Arias Navarro? Hombre de tercera o cuarta línea del franquismo
—a la sombra de otros— que fue ascendiendo, dentro de esa misma sombra, hasta 1975
cuando fue nombrado Ministro Secretario General
del Movimiento en el primer gabinete franquista formado tras la muerte del dictador.
(Recordemos que el Movimiento Nacional fue el instrumento totalitario, de inspiración
fascista, único de participación en la vida pública española durante el franquismo:
1938-1976.) Su nombramiento en 1976 por el nuevo Jefe de Estado —el rey Juan Carlos
de Borbón— como Presidente del Gobierno cuando era desconocido para la mayoría de
los españoles, generó muchas críticas por su edad —43 años— e inexperiencia política
y por sus vínculos con el franquismo.
Al margen de los errores —que sin dudas los tuvo porque, como
afirmó, «nosotros fuimos nuestro propio antecedente»—, en poco más de dos años su
gobierno desmontó la estructura totalitaria y corporativa de los cuarenta anteriores,
marcando dos hitos políticos fundamentales: primero, los inéditos Pactos de la Moncloa
de 1977 —que incluyeron, entre otros aspectos, libertad de expresión, modificación
del código penal, reforma de la seguridad social y reforma económica modernizando
hacia una economía social de mercado abierta al mundo— aprobados en menos de veinte
días con consenso de la totalidad de los partidos políticos españoles —recién legalizados
todos—, desde los comunistas y socialistas a la izquierda hasta los populares a
la derecha —Alianza Popular de Manuel Fraga Iribarne (hoy Partido Popular) sólo
firmó lo referido a economía y no a política— pasando por los nacionalistas catalanes,
que permitió la reforma económica y política; y, segundo y facilitado por los Pactos,
la fundamental Ley para la Reforma Política
—la primera que luego sería aprobada en España en un referéndum, con amplísima mayoría—,
la que llevó a las primeras elecciones libres en 1977 y, sobre todo, a la Constitución
democrática de 1978 y confirmó el desmontaje de todo el andamiaje constitucional
totalitario. Un proceso de construcción sin violencia —más allá de la que
ejercían, ajenos a este proceso, ETA y extremistas de izquierda como GRAPO— de un
nuevo Estado democrático, social y de derecho
mediante el diálogo y el consenso, como afirmó el mismo Suárez González:
«El diálogo es, sin duda, el instrumento válido para todo acuerdo pero en él hay
una regla de oro que no se puede conculcar: no se debe pedir ni se puede ofrecer
lo que no se puede entregar porque, en esa entrega, se juega la propia existencia
de los interlocutores.»
Animal político coherente, supo retirarse dignamente en 1981
—ya sentadas las bases de la nueva democracia— cuando, en un país donde se oía mucho
de “desilusión y desencanto”, no pudo romper las oposiciones: en el ejército —con
aprestos golpistas en algunas facciones— por desmantelar el franquismo, abolir el
servicio militar obligatorio, perseguir a los asesinos de Atocha —atentado
terrorista de ultraderecha (del denominado “terrorismo tardofranquista”) contra
cinco abogados del sindicato Comisiones Obreras— y aprobar las autonomías; en la
derecha por legalizar los comunistas —«Yo no soy comunista, pero sí soy demócrata»—
y los sindicatos libres, disolver el Movimiento Nacional y amnistiar a los presos
políticos; en la iglesia por aprobar el divorcio y las libertades en la enseñanza;
en los banqueros y el empresariado por su
política económica social de mercado y su política fiscal; en los socialistas por
haber sido un falangista; en los terroristas para que la democracia no les demoliera
sus justificaciones; en su propio partido, por diversos intereses contrarios y protagonismos;
en el rey por no solucionar problemas que entonces surgían y, posiblemente más,
porque el monarca prefería atribuir los éxitos del Gobierno a la Corona y los fracasos
sólo al propio Gobierno… En fin: un hombre que surgió de la derecha a quien se le
acusaba de que gobernaba para la izquierda cuando realmente era el prototipo del
centrismo, algo que España —y no sólo allá— hacía muchos años que había olvidado.
De Adolfo Suárez González como paradigma del político profesional
digno —ejercicio tan menguado en la España copada de medianías de los últimos lustros—,
tengo que reconocer que la imagen que de él rescata Pascual Gaviria Uribe en su
"La muerte de un actor" es fundamental para describirlo: El 23 de febrero
de 1981, menos de veinte días después de su dimisión y en la segunda votación de
investidura de su sucesor, con muchos militares golpistas ingresando en el hemiciclo
del Congreso de Diputados —la misma sede de las Cortes Españolas franquistas que
él contribuyó decisivamente a transformar—, insultando amenazadores a los diputados
y disparando al techo del salón del Congreso, sólo Suárez González y el líder comunista
Santiago Carrillo Solares —quien, desde su posición política, también fue un actor
importante de la Transición— se mantuvieron, desafiantes, sentados en sus escaños
y cuando el líder de los golpistas, el teniente
coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina, le apuntó con su arma al pecho,
Suárez González le espetó con vehemencia: «¡Explique qué locura es ésta!".
"¡Pare esto antes de que ocurra alguna tragedia, se lo ordeno!»
Con los años, fue el reconocimiento de lo decisivo de su actuación
política creciendo y, ahora a su muerte —lejos del enriquecimiento de muchos otros
actores políticos y negado a recibir remuneración alguna como ex Presidente del
Gobierno—, desde hace años escapado de la realidad, se le reconocen su importancia
y su calidad de demócrata y hombre político, la misma que lo desaferró del Poder
y, años después, lo hizo retirarse de la vida pública. Un ejemplo paradigmático
que se ha contrastado con la actual desvalorada clase política española.
¿Qué enseñanzas dejaron la Transición española y Adolfo Suárez González para Latinoamérica?
Elogiado a su muerte por la gran mayoría de los principales medios
de prensa latinoamericanos sin importar su tendencia ideológica —ya fueran El Nuevo Herald de Miami o CubaDebate de La Habana—, sin dudas Adolfo
Suárez González —y, por ende, la Transición española a la Democracia— tuvieron una
impronta muy importante en Latinoamérica, sobre todo para los diferentes países
de la Región que se incorporaron a la democracia en los años 80 después de períodos
dictatoriales. El modelo de transición pacífica desde una dictadura, las aperturas
políticas con convivencia, muchas de las reformas económicas, las leyes de amnistía
—o “de prescripción”, tan debatidas pero necesarias, al menos en los primeros períodos
post dictaduras—, incluso las alternancias en el poder, fueron algunas de las actuaciones
que muchos países de Latinoamérica vieron reflejadas en la España democrática.
Pero tres de sus valores más significativos aún necesitan posicionarse
en nuestra Latinoamérica: el primero es la defensa del diálogo y del consenso,
del que ya hemos argumentado, y los otros: uno, gobernar sin demagogia,
incumpliendo las promesas; el otro, la descalificación sin pruebas como
argumento de confrontación. Del primero, él dijo: «Quienes alcanzan el poder
con demagogia terminan haciéndole pagar al país un precio muy caro.» Mientras
que del segundo, en su anuncio de dimisión de la Presidencia del Gobierno,
fustigó que «el ataque irracionalmente sistemático, la permanente
descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución con que se
trata de enfocar los problemas del país, no son un arma legítima porque,
precisamente, pueden desorientar a la opinión pública en que se apoya el propio
sistema democrático de convivencia».
Importantes enseñanzas pendientes en muchos de nuestros
países, donde los ejemplos negativos huelgan.
Ningún mejor epitafio que el que, para la posteridad, marca la
losa bajo la que Adolfo Suárez González y su esposa Amparo Illana Elórtegui están
enterrados en el claustro de la Catedral de Ávila: «La concordia fue posible.»
Referencias
http://www.finanzas.com/opinion/cristina-vallejo/20140323/herencia-economica-adolfo-suarez-5073.html
http://wwwrabodeaji.blogspot.com/2014/03/la-muerte-de-un-actor.html
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