Hablamos
sobre el COVID. Pensamos sobre el COVID. Soñamos (pesadilleamos más bien) sobre
el COVID. Vivimos “sobre” el COVID más que “con” el COVID.
¿Por qué tememos tanto al COVID-19? En mi columna Virus y
elecciones: ¿pe(s)cadores ganan? (24/03)
lo adelantaba: ¿por qué le tememos al COVID-19 si han muerto menos de
250 mil personas en todo el mundo desde su inicio mientras que «la Peste Negra mató un tercio sólo de toda
la población europea del siglo XIV y entre 20 y 40 millones murieron con la
gripe española de 1918 [y] el HIV y
el SIDA [tuvo] más de 40 millones de
fallecidos». ¿Por qué el mundo se ha paralizado?
De los 196 países miembros y asociados de la Organización
Mundial de la Salud (OMS), sólo 14 son inmunes hasta ayer lunes: Kiribati,
Lesotho, Islas Marshall, Micronesia, Nauru, Niue, la impenetrable Corea del
Norte, Palau, Samoa, Islas Salomón, Tonga, Turkmenistán, Tuvalu y Vanuatu; ajenos
a la OMS, sólo las Islas Cook. Eso deja 187 países (los restantes 182 de la OMS
más los Territorios Palestinos, Kosovo, el Vaticano, el Sahara Occidental y
Taiwan) donde viven (o vivían) algunos de los 3.482.848 infectados.
¿Por qué tememos tanto al COVID-19? Por su rápido contagio
(en la República de Corea se mapeó una persona contagiando a más de mil en pocos
días), por su período de latencia asintomático (alrededor de 14 días), por su
confusión con otras afecciones conocidas (gripe, resfrío, incluso dengue) y por
el alto índice de agravamiento de los casos ya sintomáticos: entre el 10% y el
15% de los pacientes internados por el COVID-19 (o virus SARS-CoV-2) ingresan
en las Unidades de Terapia Intensiva (UTI) y el 90% de éstos requieren
intubación y ventilación mecánica durante, al menos, dos o tres semanas. También
ha contribuido mucho a ese temor la infopandemia que se ha desatado alrededor
de la verdadera pandemia: una explosión de información, sobre todo en canales
digitales y redes sociales pero también en medios masivos, muchas veces
tergiversada, falsa o alarmista y poquísimas veces contrastada.
Para los gobiernos, el temor era otro: La insuficiente infraestructura
sanitaria para casos graves. Según aumentaban los casos, la inicial
displicencia (alimentada por las falsas estadísticas de China y su presto
“control”, tan elogiado por la OMS) se convirtió en pánico y desesperación, con
acciones propias de un filibusterismo: barcos y aviones cargados de (preciosos
y escasísimos) insumos médicos retenidos y embargados en escalas en países
intermedios; retención de cargas que se enviaban a segundos países…
¿Cómo estábamos en Bolivia? Muy desprotegidos por muchos
años de falta de inversión humana y de recursos en la salud pública (los 14 del
MAS fueron de despilfarro en inutilidades). ¿Cuáles eran las posibilidades?
Empezar sin dar margen a que el COVID-19 tomara la delantera y golpeara
(recordemos la Europa de tranquilidad y paseos con más de 300 casos en España y
en Italia, o el premier Boris Johnson anunciando que priorizarían la economía…
hasta que terminó en una UTI).
A pesar de los agoreros y los críticos festinados, partiendo
de cero, o menos aun, en condiciones heredadas y sin recursos el 4 de marzo
(cuando había sólo un sospechoso que luego fue negativo) se empezaron a tomar
recaudos y buscar, en ese mercado canibalizado, lo que el país necesitaba para
protegerse y, cuando el 10 de marzo aparecieron los dos primeros casos, inmediato
se declaró Situación de Emergencia Nacional.
He sido un crítico permanente de las falencias en nuestra información
epidemiológica (puede leerse en la Cronología que publico todos los días) pero
no lo he achacado (como algunos políticos desesperados) a ocultamiento sino a
mala comunicación porque si no ¿cómo yo la obtengo desde diversos medios
públicos?
«El que es sabio
refrena su lengua.» (Proverbios 10:19, espero que no me tilden de violar el
laicismo)
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