El sábado
murió Luis Fernando Aute —recuerdo a la Massiel cantando Rosas en el Mar en 1967—, días atrás Lucía Bosè —la gran
musa del neorrealismo italiano.
Fueron parte de una larga lista que ahora me regresó también a los años 80,
cuando desaparecieron al menos dos generaciones de grandes artistas —en
plenitud de sus juventudes— por
el entonces desconocido HIV; hoy, la mayoría son de las tercera y cuarta
edades, como si la Parca quisiera completar, 40 años después, el trabajo que no
concluyó.
Para mí,
este encierro y estas muertes me han recordado que la inmediatez muchas no me
deja mirar cuando escribo a futuro. Aprovecharé ahora, yo con tiempo y con la
confianza de que muchos la leerán —sin inmediateces que lo impidan—, para elucubrar sobre una Bolivia
que quisiera ver.
Primero
que todo, entre 2003 y 2005 —incluso no estando permanente en el país—
encabecé un largo estudio como consultor de la Universidad Estatal de
Nueva York (The State University of New York: SUNY) sobre cómo veíamos y
aspiraríamos a que fuera el sistema parlamentario en Bolivia. Como han pasado
15 largos años, no creo que haya observancia de la propiedad intelectual del
estudio.
Se hicieron muchas encuestas y muchísimas entrevistas en profundidad;
algunas, para evitar susceptibilidades ideológicas, se les dijo que eran para
otros destinatarios —incluyendo las cátedras que ejercía en la UCB. Políticos —sobre
todo congresistas en un amplio arco político desde Felipe Quispe y Evo Morales
hasta Leopoldo López y Ernesto Suárez—, directores de medios y periodistas,
líderes de opinión… opinaron sobre cuál en su percepción sería el mejor modelo
legislativo para Bolivia: ganaron Congreso unicameral y diputados uninominales;
también hubo espacio importante para un sistema de elección que no coincidiera
con el presidencial, las llamadas elecciones de medio término pero que, en
nuestro hipotético caso, abarcarían el medio final de un período presidencial y
la mitad inicial del siguiente.
Hubo muchísimos más resultados pero me quedo con estos tres
en lo congresal. Ahora opinaré, a modo personal, sobre cuál forma de
gobernarnos preferiría. Empezaré diciendo que Latinoamérica heredó de España y
Portugal la idea de gobiernos fuertes y centrales: basta recorrer desde la
independencia los caudillismos presidenciales —cuasi monárquicos—, muchos de
ellos fatales para nuestros países. Mucho se nos ha pontificado sobre las
“virtudes” del presidencialismo; yo abogo por el parlamentarismo, con un
presidente —como el alemán, para no hablar de monarquías simbólicas— revestido
de la representación del Poder pero sin ejecutarlo y un jefe de gobierno —llamémosle
primer ministro —como en Canadá o, de nuevo, Alemania— en delegación de la
mayoría parlamentaria —propia o aliada— que gestione ese Poder. Con dos
condicionantes al Presidente: siete años de ejercicio —los pitagóricos— y no
reelección; el jefe de gobierno tendrá tres años y medio de ejercicio —si no lo
saca antes el parlamento— hasta la siguiente elección, de medio término o de
término final de la presidencia. Hay quienes representarían con lustre el Poder
pero no serían aptos para ejercerlo, mientras otros, con gran aptitud para
gestionarlo, nunca serían beneficiados con él en un presidencialismo. Las
cortes leonesas de 1188, el Riksdag sueco de 1435 y el Parlamento británico de
1707 fueron los antecedentes —el Senado romano y la Ekklesía griega fueron
excluyentes—, Alexis de Tocqueville y Montesquieu lo defendieron y
los Padres Fundadores en 1776 y la Asamblea Nacional Constituyente en 1789 lo
aplicaron. Claro que habría que cumplir lo que preconizaba Jürgen Habermas: el
debate racional y sereno que lleva al consenso y no las manos levantadas por
consignas.
Quiero, como final, reflexionar sobre el COVID19 y nuestra
sociedad. Creo, como Henry Kisssinger refiriéndose a EEUU, que «ahora, en un país dividido, es necesario un
gobierno eficiente y con visión de futuro para superar los obstáculos sin
precedentes». La herencia tras el 10 de noviembre de un país bordeando la
quiebra y en profunda crisis sanitaria amilanaría a muchos; eso no pasó pero
tampoco se dudó que «Ningún país, ni
siquiera Estados Unidos, puede en un esfuerzo puramente nacional superar el
virus», como sentenció Kisssinger. La pandemia nos llegó el 10 de marzo con
los dos primeros casos detectados pero desde el 26 de febrero se estaban
aislando sospechosos; hubo y hay muchas carencias y, también, errores al
improvisar como en todos los países afectados pero, a pesar de ello, se ha avanzado
en moderar la diseminación.
Aunque se cancelaron las campañas políticas, entiendo que algunos
candidatos —no importa el “color”— hagan un proselitismo soft a través de acciones solidarias; incluso comprendo que haya
quienes critiquen la decisión de la Presidente Añez de postularse porque a un
candidato le tronchó lo que (éste suponía) era una presunta victoria y a otro
le frustró copar un departamento. Lo que no entiendo ni acepto es la promoción
de atentados a la salud, incitando a manifestaciones y movilizando marchas: eso
es criminal en un momento en que la gran mayoría de los actores sociales y
políticos aúnan esfuerzos sin consignas políticas.
Tampoco entiendo que una
“autoridad” como la masista Defensora del Pueblo haga gala pública de falsedad
al afirmar que «Latinoamérica
y Bolivia sabían en septiembre de 2019 que la pandemia del coronavirus
estallaría» porque «se sabía a nivel
Latinoamérica en 2018 que venía la pandemia» y «no por unos casos se va aplicar políticas públicas, eso es
irresponsable»; la mentira se cae cuando se recuerda que Li Wenliang, el
oftalmólogo de Wuhan que alertó de un nuevo tipo de coronavirus —variante del
SARS de 2002—, recién lo hizo el 30 diciembre de 2019. Pero, le pregunto, en el
hipotético caso de que se sabía desde 2018, ¿qué hizo el MAS? ¿Estolidez o
estupidez? ¿Estolidez o estupidez?
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