El coronavirus llegó y trastornó el mundo que conocemos. Saltando las distancias y los muertos —hasta hoy, casi 15 mil muertes del COVID-19 en todo el mundo mientras que la Peste Negra mató un tercio sólo de toda la población europea del siglo XIV y entre 20 y 40 millones murieron con la gripe española de 1918—, ni la Peste Negra ni la gripe española ni, más cerca, el HIV y el SIDA —más de 40 millones de fallecidos— lograron crear un pánico tan inmediato —fake news y desinformación por medio— ni, tampoco, medidas tan radicales en todo el mundo.
Saco del COVID-19 varias lecciones. La primera, que no es posible mentir eternamente, menos en nuestro mundo hiperinformado: el negar la existencia de la enfermedad —usual en regímenes totalitarios como China— fue el factor que provocó la explosión de los contagios y la difusión exponencial del virus. Segundo, en nuestra época hiperinterconectada —no pondré “globalizada” porque desde Trump no es buena palabra— detener una propagación es una tarea tenaz. La tercera —hay muchísimas más— es que la mentira y la tergiversación son armas apetecibles para la guerra sucia.
Saltaré a las elecciones en Bolivia. Como en otras columnas, seguiré sosteniendo la confianza en la probidad del Tribunal Supremo Electoral y en su presidente —aunque a veces mantener el equilibrio entre ajustarse “en fino” a la legalidad para evitar cuestionamientos y las urgentes ansiedades de la sociedad sea tarea de mucho esfuerzo y penoso reconocimiento— y también reconoceré que existe una intelligentsia política nuestra que —aunque la mar de las veces sea al borde de una catástrofe— logra acuerdos y consensos. Por eso no dudo que los habrá sobre la postergación de las elecciones —algunos porque esperarán réditos de ello y otros porque comprenderán que es imprescindible—, al menos de la gran mayoría. (Hasta puedo entender la negativa del MAS porque la guerra al coronavirus es un fuerte argumento contra sus aspiraciones y porque, a pesar de contar numéricamente con mayoría en la Asamblea, bloquear la postergación no sólo sería un suicidio político y social sino, además, inútil en la práctica frente a las atribuciones del Cuarto Poder, el Electoral, para situaciones extraordinarias, las mismas que el propio MAS le atribuyó en 2009 confiado de su cooptación.)
Quizás la postergación sea hasta más beneficiosa para el país porque —elucubro— “hasta” podría permitir revisar alineaciones y, quizás incluso, la geografía electoral viciada de injusticia. Pero, por esta vez, retornaré a mi eje: Virus y elecciones y “pescadores” en busca de ganancia.
Me abstendré de analizar las medidas sanitarias tomadas —consecuentes con las de la OMS/OPS—; me quedaré con las tergiversaciones malintencionadas, las acciones en presunto autobeneficio y el terrorismo verbal.
Sin dudas, las tergiversaciones malintencionadas redundan en detrimento de quien las dice cuando la población las contrasta con la realidad —el temor del MAS— y el continuo demérito de lo hecho —acción de algunos— se vuelca contra el que lo hace; similar camino toman las acciones en autopropaganda: en momentos de necesaria solidaridad y esfuerzo, los protagonismos interesados provocan repudio. El terrorismo verbal, mal o bien intencionado —el efecto Savonarola—, es más grave porque augurar la indefectibilidad de miles de muertos no crea conciencia sino zozobra cuya prevención debe ser el empeño de todos.
Se ha mencionado estos días a Bocaccio y a Camus; yo recordaré a Dante. En la Divina Commedia habla dos veces de pestes en su Círculo Octavo: en el Canto Vigésimo de los impostores y los desleales y en el Vigésimonoveno de los falsificadores y diseminadores de discordia. Huelgan comentarios.
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