Diciembre siempre es un mes de buenos augurios pero también
de incertidumbres más allá del carbón en calcetines navideños. De ambos lo es este
año que también es de cambios y convulsiones políticos: Cambios próximos en
Uruguay y Argentina y recientes en Bolivia, también un año de estar Andrés
Manuel López Obrador en el poder (MORENA es otra etiqueta utilitaria más del
caudillismo de AMLO, como le fueron el PRI y el PRD).
Uruguay y Bolivia se libraron de gobiernos del llamado “socialismo
del siglo 21”: Uruguay de uno light –democrático
aunque a veces con regañadientes y corrupción– y Bolivia de uno heavy criollo –mezcla de caciquismo
caudillista, sindicalismo cocalero y corrupción desembozada–; sus nuevos
gobiernos están ubicados en las democracias liberales. En Argentina regresa al
poder los que salieron en 2015: la variante rioplatense del socialismo 21 y su
corruptela; es verdad que buena parte de ese regreso no es mérito propio,
porque el macrismo –que llegó con firmes augurios de cambio– se debatió entre
el gradualismo, la pusilanimidad y los saltos arriesgados a destiempo; el
mérito propio de los Fernández viene más del arraigado prebendalismo clientelar
del peronismo –no importa su etiqueta temporal– y de pensarse en el Primer
Mundo –Menem, incluso CFK y Macri– cuando se bordea el Tercero… o el Cuarto. De
México, en un año las promesas se diluyen, la credibilidad hace aguas y, a
pesar de los discursos, Trump es su a modo de titiritero.
En la
República Oriental del Uruguay, con Luis Alberto Lacalle Pou —del tradicional
Partido Nacional (Blanco), conservador— se acaban 15 años de gobierno del
Frente Amplio, miembro del Foro de São Paulo. Cuando el primero de marzo
próximo asuma el mando de su país, este heredero de políticos (su padre Luis
Alberto Lacalle de Herrera fue presidente y su madre María Julia Pou Brito del
Pino parlamentaria; su abuelo Luis Alberto de Herrera y Quevedo fue uno de los
líderes políticos del país la primera mitad del 20), pondrá fin a un ciclo que,
si bien moderado excepto algunos exabruptos de personajes radicales como Lucía Topolansky Saavedra,
fue aliado del bolivarianismo y el Foro.
Jeanine
Añez Chávez saltó a la palestra de la opinión pública el 11 de noviembre
pasado —siendo
vicepresidente segunda del Senado—, tras la renuncia la noche anterior
de Morales Ayma y al día siguiente asumió la Presidencia Constitucional tras el
vacío de poder dejado por las renuncias de quienes le antecedían en prelación
para ello. Ella y las fuerzas que la llevaron al poder —junto con los sectores moderados del MAS facilitados
por la Iglesia Católica, la Unión Europea y Naciones Unidas— lograron capear el
temporal de violencia con que los sectores violentos del MAS —más el
narcotráfico y sus aliados de las FARC, así como venezolanos y cubanos—
trataron de fracasar la transición. Hoy, en una veintena de días después, el
país está pacificado y sin violencia —la única está en las mentes dogmáticas y
cerriles de los Grabois— y va camino de elecciones transparentes y
democráticas.
Lacalle Pou y Añez Chávez –y quien le siga– tendrán
diferentes tareas pero un mismo objetivo: mantener y consolidar sus democracias,
en un contexto regional complejo por la injerencia forista y reformas a medias.
Los Fernández —Alberto
y Cristina— las tienen más difíciles: no canibalizarse entrambos y
sobrevivir, con políticas macroeconómicas pasadas nuevamente anunciadas pero constreñidas
por muy nuevas situaciones, sin petrodólares venezolanos y con Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay —MERCOSUR—
desafectos. López Obrador tendrá que superarse en sus dotes demagógicas de
surfista político.
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