martes, 10 de abril de 2018

“Todos son iguales ante la ley...”



Así empieza el Artículo 7 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Naciones Unidas y más adelante aclara: “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática” y, ante dudas que pudieran surgir, reafirma que “Estos derechos y libertades no podrán en ningún caso ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas” [Artículo 29, numerales 2 y 3].

El show mediático-populista que escenificó el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva en lo que fuera la base para iniciar su actividad sindical y política: su Sindicato dos Metalúrgicos do ABC en São Bernardo do Campo (la ciudad donde residía y que su Partido dos Trabalhadores perdiera, como cientos de prefeituras más, en las elecciones municipales de octubre de 2016) más la violencia de grupos afines en Curitiba a su llegada y el falso patetismo grandilocuente de su mensaje de despedida (loa a la impunidad y al mesianismo), con mucha seguridad acrecentó el 46,7% de los que “nunca votaría por Lula” en la última encuesta divulgada en Brasil en marzo (135ª Pesquisa CNT/MDA) contra el 18,6% de intención de voto espontánea para primera vuelta, a 6,3% de distancia de su siguiente: Jair Bolsonaro.

Porque la popularidad de Lula y las intenciones de voto que ahora recibía no están basadas en él ni en su PT sino en la añoranza del denominado milagro brasileño del octenio de Lula (aunque su promedio de crecimiento del PIB fue de sólo 4,5% y muchas de las boas noticias do Lulinha escondieron grave corrupción, como el mundial de fútbol o las olimpiadas, o fueron pura propaganda, como entonces el Pré-Sal): si, por sólo mencionar tres graves escándalos y los montos que se utilizaron en coimas, sobreprecios y otros hechos de corrupción, a los 10 mil millones de dólares del Petrolão revelados hasta ahora por Lava Jato se le sumaran las billonarias sumas corrompidas durante el Mundial de Fútbol (en construcción de estadios, se calculó un sobreprecio del 42%) y los Juegos Olímpicos, Brasil hubiera mejorado significativamente su IDH en el octenio y no sólo variar de 0,699 a 0,724 (leves mejoras que en el ranking mundial bajó al país del lugar 66 al 77).

Sus ocho años fueron “exitosos” económica y socialmente porque (mérito de su gobierno) continuó las políticas macroeconómicas y profundizó las sociales de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, y porque (mérito ajeno) los súper ingresos por los commodities lo posibilitaron, magnificados frente al descalabro cuando decreció la economía 7,4% en sus dos últimos años de gobierno de su sucesora, regresando a la pobreza a muchos de la clase media emergente; añoranza que obvia cómo muchas de las medidas sociales temporales devenidas en permanentes no generaron empleo de calidad y sí prebendalismo y que “disculpa” a Lula de los desmesurados esquemas de corrupción que empezaron a descubrirse en el mensalão y explotaron en Lava Jato.    

La jornada de viernes para sábado y los apoyos en el disminuido Foro de São Paulo pidiendo impunidad para Lula me recordaron la amoralidad de Cordell Hull, secretario de Estado de los EEUU, sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza y la glosé: «Puede ser que Lula sea un corrupto, pero es nuestro corrupto». 


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