Aylan Kurdi,
el niño sirio ahogado en las costas de Turquía cuya foto muerto recorrió el
mundo, tuvo que perecer para que el lento engranaje de la solidaridad europea
con las víctimas del Medio Oriente empezara a funcionar.
No fue una
imagen cruenta —el pequeño parecía dormido sobre la playa—
como las de los bombardeos del régimen de Bashar al-Asad sobre su población
civil o las decapitaciones masivas de ISIS pero fue suficiente conmoción para
que la inmigración forzosa de levantinos entrara en agenda de soluciones.
Porque Aylan no sólo fue víctima por la violencia de su país y la Europa
unitaria estaba en la inopia sobre la crisis de los refugiados: También fue
víctima, y con mucho, de otras indecisiones y soluciones de corto plazo de los
países líderes, como sucedió contra Muamar el Gadafi o ahora contra al-Asad —y
antes con los muyahidines en Afganistan—, que más que fomentar verdaderas
democracias en esos países abrieron espacios a la violencia y “justificaron” el
surgimiento de ISIS para llenar vacíos —como hizo Al Qaeda—, de cuyas
consecuencias ahora algunos gobiernos quisieran desentenderse.
Las migraciones forzadas siempre surgen de la
violencia ideológica, religiosa, económica u otra. Cerca de nosotros está hoy
la crisis de los colombianos expulsados de Venezuela, víctimas múltiples porque
han sido de la guerrilla y paramilitares de su país y, hoy, de la necesidad del
gobierno venezolano de justificar sus fracasos y encubrir los verdaderos
responsables.
No nos desentendamos.
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