«La
concordia fue posible.» [Epitafio sobre la tumba de Adolfo Suárez González.]
Tras la reciente muerte de Adolfo Suárez González, mucho se
ha escrito de su importancia como Presidente del Gobierno en la Transición
española a la democracia; también se han destacado su pobreza al morir —sin
haberse enriquecido como muchos otros actores políticos de entonces y ahora y
por negarse a recibir remuneración alguna por el alto cargo que desempeñó— y su
calidad de demócrata y hombre político desapegado del Poder.
Pero sobre todo se han destacado dos virtudes fundamentales para
desmontar exitosamente en poco más de dos años de gobierno la estructura
totalitaria y corporativa del franquismo: diálogo y consenso. Sin ellos no
hubieran sido posibles, en un país dividido por una cruenta guerra civil y una
férrea dictadura, ni los inéditos Pactos de la Moncloa de 1977 —libertad de
expresión, modificación del código penal y reformas de la seguridad social,
económica y fiscal, entre otros— aprobados en menos de veinte días con consenso
de la totalidad de los partidos políticos españoles —recién legalizados— ni la
fundamental Ley para la Reforma Política —la primera que luego sería aprobada
en España en un referéndum, con amplísima mayoría—, que llevó a las primeras
elecciones libres en 1977 y, sobre todo, a la Constitución democrática de 1978
para acabar con todo el andamiaje constitucional totalitario. La construcción
de ese nuevo Estado democrático, social y de derecho sólo fue posible mediante
el diálogo y el consenso, como afirmó el mismo Suárez González: «El diálogo es,
sin duda, el instrumento válido para todo acuerdo.»
Diálogos que fueron exitosos porque cumplieron requisitos
inviolables: primero, sinceridad y transparencia de los dialogantes —«en [el
diálogo] hay una regla de oro que no se puede conculcar: no se debe pedir ni se
puede ofrecer lo que no se puede entregar porque, en esa entrega, se juega la
propia existencia de los interlocutores»—; segundo, presunción por cada
dialogante de que el otro puede tener —parcial o, incluso, total— argumentos
válidos e, incluso, mejor que los nuestros; tercero, no convertir el diálogo en
un elemento distractor o dilatorio —“para ganar tiempo”— y, último y definitorio:
ir con voluntad de lograr acuerdos, saber ceder, no para imponer su opinión o voluntad, como
tantas veces sucede en “diálogos de sordos”.
Diálogo y consenso, junto con el ejercicio transparente del
poder —«quienes alcanzan el poder con demagogia terminan haciéndole pagar al
país un precio muy caro»— y el rechazo frontal de la acusación sin pruebas como
argumento de confrontación —«el ataque irracionalmente sistemático, la
permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución […]
no son un arma legítima porque, precisamente, pueden desorientar a la opinión
pública en que se apoya el propio sistema democrático de convivencia»— fueron,
y son, importantes enseñanzas de ASG pendientes para muchos de nuestros países.
Referencias
http://www.finanzas.com/opinion/cristina-vallejo/20140323/herencia-economica-adolfo-suarez-5073.html
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