martes, 3 de mayo de 2011

Nueva entrega

Publicar después del Día de los Trabajadores, trae diferentes compromisos de pensamiento: casi siempre se escribe sobre su significado o su historia o se analizan las nuevas medidas que ha tomado el Gobierno nacional en relación con la clase trabajadora –dirigidas a la microeconomía de cada uno, muchas– o las disposiciones económicas –macro– que ese día se anunciaron. Pero como esos temas los tratan todos –es lógico: son fundamentales–, no quise escribir sobre ellos.

Pensé escribir sobre la trascendencia que el Congreso del Partido Comunista en Cuba tiene, o puede tener, para el país y la Región y cómo las medidas económicas que se están tomando –terapia de crisis, acciones de urgencia– son un poco más amplias que las tomadas en los noventa para paliar el colapso económico tras la caída de la extinta URSS y el cese de su apoyo permanente –aunque muchas de esas disposiciones paliativas fueron después derogadas. Junto con el análisis de estas medidas actuales, hubiera sido interesante comentar la reciente autodelimitación temporal –10 años– que el actual liderazgo cubano se ha impuesto para el ejercicio personal de la autoridad, medida importante aunque los dos principales líderes sean octogenarios y no se perfile, hasta el momento, un recambio generacional. Pero estos comentarios, aunque me motivaban, salían del interés general y, también, lo emocional podría contaminar lo racional.

Por ello, apropiándome de un contenido aparecido este domingo en “El Deber”, preferí comentar lo loable de muchas leyes y su, en contraposición, deficiente aplicación. Y esto sucede, con pesar, en muchos lugares del mundo.

Estamos rodeados de leyes y continuamente surgen nuevas, en todos los países, dirigidas a defender y garantizar los derechos del hombre. El esfuerzo de la sociedad civil por promoverlas, una acción que muchas veces moviliza a sectores importantes de la población;  la acción de legisladores para formarlas como instrumento legal y aprobarlas, y el compromiso del Ejecutivo para promulgarlas, con frecuencia –lamentablemente– se frustra en su ejecución por diversas causas: o cuando la autoridad delegada, sea un Ministerio u otra, no elabora con prontitud –o no elabora nunca– las reglamentaciones que harán efectiva esa legislación ya promulgada, o la ambigüedad de sus términos –o la flexibilidad de sus sanciones, además– conlleva la discrecionalidad de su implementación por quienes deberían ejecutarla.

«Quién hace la ley, hace la trampa», reza un viejo adagio popular. Y la realidad muchas veces oculta tras ese conformismo a ejecutores –malintencionados unos, deficientes otros, delincuentes los terceros– que frustran el trabajo de quienes promovieron, legislaron y aprobaron esas leyes, creando malestar de la sociedad.

Hay muchas leyes con beneficios destacados para sectores de la sociedad o para su conjunto. Pero la ausencia de controles efectivos sobre su reglamentación –derecho y obligación de la autoridad que la promulga– y sobre su ejecución –deber de quienes la implementan–, siempre conllevarán su relativa o total inefectividad. Debemos actuar.

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