sábado, 5 de marzo de 2011

De festejar y de penar

Bolivia es un país de sincretismos. En el Tahuantinsuyo, los pueblos incorporados al Imperio incaicole aportaron a éste de sus creencias y costumbres y lasrecibieron también de los vencedores, quienes comprendieron –como en la Pax Romana– que sólo ese sincretismo podía ser la base estructural del entendimiento e incorporación.

También fue sincrética la colonia, en sus luces y sombras, cuando el barroco se volvió mestizo y los arcángeles bajaron a luchar con los Supay. Porque ésa es la historia del Carnaval de Oruro, donde las carnestolendas se lucen con la batalla –festiva, porque sólo es así cuando gana la luz– entre los seres del cielo y los de las profundidades para gloria y apoteosis de la Virgen de la Candelaria, mutada en la orureña Virgen del Socavón minera y antichapetona, simbiosis de las deidades indígenas y la idiosincrasia cristiana.

Cuando en 2004, emprendí como editor la idea de convertir en libro las excelentes fotografías que sobre este Carnaval habían tomado Tony Suárez y Jaime Cisneros –moldeado luego por el gráfico arte de Susana Machicao–, desde el inicio sentí la necesidad de entender, más que sólo mostrar, qué era este Carnaval. Y fue así que folkloristasy antropólogos, poetas y escritores, religiosos y comunicadores aportaron sus artículos, para permitirnos entender esa batalla que nunca termina porque se reinicia todos los años en la revancha de la oscuridad, que al volver a ser derrotada permite continuar el ciclo infinito de la luz, tan similar al que sobre la superficie tenemos los hombres, eterno combate “Entre Ángeles y Diablos”.

Porque Bolivia vive sus Carnavales, que no son uno, sino muchos y distintos: Sincrético y místico el orureño, bullicioso y espectacular el cruceño, tradicional y gregario el tarijeño –sólo cito algunos–, todos partes del alma de un país múltiple y diverso.

Pero si de festejo es la época, este año es también de penares, cuando parte de La Paz se ha desmoronado –fortuna en la desgracia, sin víctimas fatales–, con miles de damnificados en una ciudad ya con muchas carencias. Y este accidente, trágico en sí, lo es más porque el desmoronamiento de las laderas sigue, consecuencia de lluvias que no cesan, en un fatídico ciclo, cada vez más acentuado por los cambios climáticos, de sequías y anegaciones.

La Paz ha crecido sin control sobre terrenos deleznables, no aptos para la habitación humana, consecuencia de la necesidad –de una población pobre requerida de encontrar asentamiento barato–, de la codicia –de loteadores y de malas autoridades que, durante muchísimas gestiones edilicias, lucraron aprobando lo que no se debía autorizar– y de la desidia –por la falta de construcciones y alcantarillados adecuados. Los derrumbes han sido habituales en las laderas de esta ciudad durante las fuertes lluvias y los desbordamientos de sus ríos han aterrorizado el centro paceño pero, siempre, el sentido trágico de la necesidad ha hecho seguir adelante a la población y continuar su vida.

Para esos damnificados, mi solidaridad. Para todas las autoridades, mi alerta.

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