Así empieza el Artículo 7 de la Declaración Universal de
Derechos Humanos de la Naciones Unidas y más adelante aclara: “En el
ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona
estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único
fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de
los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público
y del bienestar general en una sociedad democrática” y, ante dudas que
pudieran surgir, reafirma que “Estos derechos y libertades no podrán en
ningún caso ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las
Naciones Unidas” [Artículo 29, numerales 2 y 3].
El show mediático-populista que escenificó el expresidente Luiz
Inácio Lula da Silva en lo que fuera la base para iniciar su actividad sindical
y política: su Sindicato dos Metalúrgicos do ABC en São Bernardo do Campo (la
ciudad donde residía y que su Partido dos Trabalhadores perdiera, como cientos de
prefeituras más, en las elecciones municipales de octubre de 2016) más
la violencia de grupos afines en Curitiba a su llegada y el falso patetismo
grandilocuente de su mensaje de despedida (loa a la impunidad y al mesianismo),
con mucha seguridad acrecentó el 46,7% de los que “nunca votaría por Lula” en
la última encuesta divulgada en Brasil en marzo (135ª Pesquisa CNT/MDA) contra
el 18,6% de intención de voto espontánea para primera vuelta, a 6,3% de
distancia de su siguiente: Jair Bolsonaro.
Porque la popularidad de Lula y las intenciones de voto que
ahora recibía no están basadas en él ni en su PT sino en la añoranza del
denominado milagro brasileño del octenio de Lula (aunque su promedio de
crecimiento del PIB fue de sólo 4,5% y muchas de las boas noticias do
Lulinha escondieron grave corrupción, como el mundial de fútbol o las
olimpiadas, o fueron pura propaganda, como entonces el Pré-Sal): si, por sólo
mencionar tres graves escándalos y los montos que se utilizaron en coimas,
sobreprecios y otros hechos de corrupción, a los 10 mil millones de dólares del
Petrolão revelados hasta ahora por Lava Jato se le sumaran las
billonarias sumas corrompidas durante el Mundial de Fútbol (en construcción de
estadios, se calculó un sobreprecio del 42%) y los Juegos Olímpicos, Brasil hubiera
mejorado significativamente su IDH en el octenio y no sólo variar de 0,699 a
0,724 (leves mejoras que en el ranking mundial bajó al país del lugar 66 al
77).
Sus ocho años fueron “exitosos” económica y socialmente
porque (mérito de su gobierno) continuó las políticas macroeconómicas y
profundizó las sociales de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, y porque (mérito
ajeno) los súper ingresos por los commodities lo posibilitaron, magnificados
frente al descalabro cuando decreció la economía 7,4% en sus dos últimos años
de gobierno de su sucesora, regresando a la pobreza a muchos de la clase media
emergente; añoranza que obvia cómo muchas de las medidas sociales temporales
devenidas en permanentes no generaron empleo de calidad y sí prebendalismo y
que “disculpa” a Lula de los desmesurados esquemas de corrupción que empezaron
a descubrirse en el mensalão y explotaron en Lava Jato.
La jornada de viernes para sábado y los apoyos en el
disminuido Foro de São Paulo pidiendo impunidad para Lula me recordaron la
amoralidad de Cordell Hull, secretario de Estado de los EEUU, sobre el dictador
nicaragüense Tacho Somoza y la glosé: «Puede ser que Lula sea un corrupto,
pero es nuestro corrupto».
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