Casi once horas necesitó el Supremo Tribunal Federal para
decidir no aceptar por mayoría los habeas corpus de los abogados del
expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, una espera que hizo sonar sables por
primera vez desde 1985 porque, en verdad, se debatía un modelo de hacer
política y otro de hacer justicia.
Lula da Silva fue el presidente más popular de Brasil desde
la redemocratización. De él se decía que era “del Foro de São Paulo en sus
discursos” y “liberal de mercado —con conciencia social—”, pero un día nos
enteramos que el mesiánico presidente —que convertía pobres en “clasemedieros”—
era Hécate con su tercera cara en la corrupción desenfrenada que fomentó.
Dilma Rousseff hizo lo imposible por “blindarlo” luego que el
Escândalo do Mensalão amenazó con enfangarlo y, aunque sus colaboradores por
fidelidad prefirieron la cárcel a involucrarlo, le faltó tiempo porque el impeachment
la sacó del Poder. Ya Joaquim Barbosa Gomes durante el Mensalão había
demostrado la independencia de la justicia brasileña; luego Sérgio Moro lo
confirmaría con Lava Jato. Lula da Silva se hubiera salvado nuevamente si la
fidelidad de los empresarios que compartieron la corrupción no hubiera sido tan
“frágil y egoísta”.
En medio de una media docena de juicios y a las puertas de
condena, Lula da Silva, viejo zoon politikón que había sobrevivido a las
dictaduras, la redemocratización y los escándalos, entendió que su última
barricada no estaría en los tribunales sino en la campaña presidencial y se lanzó,
antes que ningún otro, a hacer campaña seguro de que los brasileños que bajo
Dilma recayeron en la pobreza lo recordarían a él —y no al boom de los precios
extraordinarios— como el Lula de los buenos años y no como el expresidente del
peor esquema de corrupción.
Se acabó un capítulo. ¿Será el fin de su relato?
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