Desde hace semanas, el tema de la
crisis brasilera ha llenado muchos espacios. Analicemos las causas para llegar
a las consecuencias.
Brasil llega al siglo XXI saliendo de
una crisis económica importante de la mano del Plan Real del presidente
Fernando Henrique Cardoso, iniciador de una serie de medidas socioeconómicas de
beneficio social que fueron profundizadas por su sucesor Luiz Inácio Lula da
Silva y que conllevaron la salida de millones pobres hacia una clase media
emergente y la percepción generalizada de que Brasil se consolidaba como una
potencia económica en consolidación, agrupándola dentro del denominado grupo de
los BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, todos caracterizados por
rápidos crecimientos, grandes poblaciones y territorios y una participación
expansionista en los mercados.
Para Brasil, su despegue económico estos
años significó una cada vez mayor consolidación de la imagen de éxito del
presidente Lula da Silva y su modelo de desarrollo. Sin embargo, las luces
ocultaban sombras que irían creciendo.
Brasil entre 2004 y finales del 2013 se
benefició del mayor y más prolongado ciclo latinoamericano de altos precios por
sus commodities gracias a las (entonces) insaciables importaciones de China e
India y la mayor afluencia de capitales de inversión que huían de la
contracción económica de EEUU y Europa y motivados por las ganancias de los
altos precios que beneficiaban a Latinoamérica, el período denominado como “la
década maravillosa” o “la del big push”. Gracias a ese crecimiento y al igual
que otros países de la región beneficiados con el boom de precios como
Venezuela, invirtió los altos ingresos eventuales en planes sociales sin buscar
su sostenibilidad en desarrollo económico, primando lo social sobre lo
económico. Como consecuencia de diversos factores que combinan la contracción
de la economía china y la recuperación de la norteamericana, a los que luego se
une la guerra de precios de petróleo desatada por Arabia Saudita entre otros
factores, el período de ingresos excepcionales finalizó y que desde 2013 las
economías latinoamericanas tuvieron que regresar a un panorama poco halagüeño.
La falta de reformas estructurales y el
traspaso directo de dinero a amplios sectores de la población brasilera sin
desarrollar la productividad, conllevaron el retroceso de la economía brasilera
desde 2013, acentuado en 2014, año electoral, y que en 2015 contrae el PIB en
3,5%. Súmele a esto la institucionalización de graves estructuras de corrupción
desde el gobierno y sus instituciones con complicidad del empresariado (desde
el Mensalão en 2005 y hasta el Lava Jato), la pérdida de poder adquisitivo de
la población (con el peligro de desaparecer la nueva clase media) y la
necesidad de mantener un caudal electoral importante que conllevó ardides financieros
de las cuentas públicas (expresado en financiamientos del presupuesto federal
por vías no autorizadas legalmente para mantener planes sociales que
beneficiaran la relección de la presidente por un escaso 3,28%) y se entenderá
el descontento de grandes sectores sociales contra la administración Rousseff y
el proceso de impeachment presidencial
que se ha iniciado.
Con independencia de cuál sea el
desenlace del juicio político, la crisis económica y de gobernabilidad
confirma, como en Venezuela y Argentina, entre otros, el fracaso del modelo
asistencialista-prebendalista.
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