miércoles, 26 de marzo de 2014

El legado latinoamericano de Adolfo Suárez

«Está el hoy abierto al mañana / mañana al infinito. / Hombres de España: / Ni el pasado ha muerto / Ni está el mañana ni el ayer escrito.»

[Fragmento de «El Dios Íbero» (poema de Antonio Machado Ruiz en su libro Campos de Castilla, 1912), incluido en el discurso de Adolfo Suárez González ante las Cortes Españolas el 9 de junio de 1976 al presentar la Ley de Asociaciones Políticas.]

Sombra, héroe, villano, sombra de nuevo y héroe sublimado al final, Adolfo Suárez González —“Timonel de la Transición” se lo ha denominado en estos días— fue todo eso, y quizás más, en una vida política que ejerció en la primera línea de un momento imprescindible: la impostergable transición de España del caudillismo, el atraso y el patriarcado político a la democracia y la modernidad, quiebre que dejó enseñanzas indelebles —en su momento pero también ahora— para Latinoamérica.

¿Pero quién era Adolfo Suárez González hasta la muerte del Caudillo y el gobierno de Carlos Arias Navarro? Hombre de tercera o cuarta línea del franquismo —a la sombra de otros— que fue ascendiendo, dentro de esa misma sombra, hasta 1975 cuando  fue nombrado Ministro Secretario General del Movimiento en el primer gabinete franquista formado tras la muerte del dictador. (Recordemos que el Movimiento Nacional fue el instrumento totalitario, de inspiración fascista, único de participación en la vida pública española durante el franquismo: 1938-1976.) Su nombramiento en 1976 por el nuevo Jefe de Estado —el rey Juan Carlos de Borbón— como Presidente del Gobierno cuando era desconocido para la mayoría de los españoles, generó muchas críticas por su edad —43 años— e inexperiencia política y por sus vínculos con el franquismo.

Al margen de los errores —que sin dudas los tuvo porque, como afirmó, «nosotros fuimos nuestro propio antecedente»—, en poco más de dos años su gobierno desmontó la estructura totalitaria y corporativa de los cuarenta anteriores, marcando dos hitos políticos fundamentales: primero, los inéditos Pactos de la Moncloa de 1977 —que incluyeron, entre otros aspectos, libertad de expresión, modificación del código penal, reforma de la seguridad social y reforma económica modernizando hacia una economía social de mercado abierta al mundo— aprobados en menos de veinte días con consenso de la totalidad de los partidos políticos españoles —recién legalizados todos—, desde los comunistas y socialistas a la izquierda hasta los populares a la derecha —Alianza Popular de Manuel Fraga Iribarne (hoy Partido Popular) sólo firmó lo referido a economía y no a política— pasando por los nacionalistas catalanes, que permitió la reforma económica y política; y, segundo y facilitado por los Pactos, la fundamental  Ley para la Reforma Política —la primera que luego sería aprobada en España en un referéndum, con amplísima mayoría—, la que llevó a las primeras elecciones libres en 1977 y, sobre todo, a la Constitución democrática de 1978 y confirmó el desmontaje de todo el andamiaje constitucional totalitario. Un proceso de construcción sin violencia —más allá de la que ejercían, ajenos a este proceso, ETA y extremistas de izquierda como GRAPO— de un nuevo Estado democrático, social y de derecho  mediante el diálogo y el consenso, como afirmó el mismo Suárez González: «El diálogo es, sin duda, el instrumento válido para todo acuerdo pero en él hay una regla de oro que no se puede conculcar: no se debe pedir ni se puede ofrecer lo que no se puede entregar porque, en esa entrega, se juega la propia existencia de los interlocutores.»

Animal político coherente, supo retirarse dignamente en 1981 —ya sentadas las bases de la nueva democracia— cuando, en un país donde se oía mucho de “desilusión y desencanto”, no pudo romper las oposiciones: en el ejército —con aprestos golpistas en algunas facciones— por desmantelar el franquismo, abolir el servicio militar obligatorio, perseguir a los asesinos de Atocha —atentado terrorista de ultraderecha (del denominado “terrorismo tardofranquista”) contra cinco abogados del sindicato Comisiones Obreras— y aprobar las autonomías; en la derecha por legalizar los comunistas —«Yo no soy comunista, pero sí soy demócrata»— y los sindicatos libres, disolver el Movimiento Nacional y amnistiar a los presos políticos; en la iglesia por aprobar el divorcio y las libertades en la enseñanza; en los banqueros y el  empresariado por su política económica social de mercado y su política fiscal; en los socialistas por haber sido un falangista; en los terroristas para que la democracia no les demoliera sus justificaciones; en su propio partido, por diversos intereses contrarios y protagonismos; en el rey por no solucionar problemas que entonces surgían y, posiblemente más, porque el monarca prefería atribuir los éxitos del Gobierno a la Corona y los fracasos sólo al propio Gobierno… En fin: un hombre que surgió de la derecha a quien se le acusaba de que gobernaba para la izquierda cuando realmente era el prototipo del centrismo, algo que España —y no sólo allá— hacía muchos años que había olvidado.

De Adolfo Suárez González como paradigma del político profesional digno —ejercicio tan menguado en la España copada de medianías de los últimos lustros—, tengo que reconocer que la imagen que de él rescata Pascual Gaviria Uribe en su "La muerte de un actor" es fundamental para describirlo: El 23 de febrero de 1981, menos de veinte días después de su dimisión y en la segunda votación de investidura de su sucesor, con muchos militares golpistas ingresando en el hemiciclo del Congreso de Diputados —la misma sede de las Cortes Españolas franquistas que él contribuyó decisivamente a transformar—, insultando amenazadores a los diputados y disparando al techo del salón del Congreso, sólo Suárez González y el líder comunista Santiago Carrillo Solares —quien, desde su posición política, también fue un actor importante de la Transición— se mantuvieron, desafiantes, sentados en sus escaños y cuando el  líder de los golpistas, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina, le apuntó con su arma al pecho, Suárez González le espetó con vehemencia: «¡Explique qué locura es ésta!". "¡Pare esto antes de que ocurra alguna tragedia, se lo ordeno!»

Con los años, fue el reconocimiento de lo decisivo de su actuación política creciendo y, ahora a su muerte —lejos del enriquecimiento de muchos otros actores políticos y negado a recibir remuneración alguna como ex Presidente del Gobierno—, desde hace años escapado de la realidad, se le reconocen su importancia y su calidad de demócrata y hombre político, la misma que lo desaferró del Poder y, años después, lo hizo retirarse de la vida pública. Un ejemplo paradigmático que se ha contrastado con la actual desvalorada clase política española.

¿Qué enseñanzas dejaron la Transición española y Adolfo Suárez González para Latinoamérica?

Elogiado a su muerte por la gran mayoría de los principales medios de prensa latinoamericanos sin importar su tendencia ideológica —ya fueran El Nuevo Herald de Miami o CubaDebate de La Habana—, sin dudas Adolfo Suárez González —y, por ende, la Transición española a la Democracia— tuvieron una impronta muy importante en Latinoamérica, sobre todo para los diferentes países de la Región que se incorporaron a la democracia en los años 80 después de períodos dictatoriales. El modelo de transición pacífica desde una dictadura, las aperturas políticas con convivencia, muchas de las reformas económicas, las leyes de amnistía —o “de prescripción”, tan debatidas pero necesarias, al menos en los primeros períodos post dictaduras—, incluso las alternancias en el poder, fueron algunas de las actuaciones que muchos países de Latinoamérica vieron reflejadas en la España democrática.

Pero tres de sus valores más significativos aún necesitan posicionarse en nuestra Latinoamérica: el primero es la defensa del diálogo y del consenso, del que ya hemos argumentado, y los otros: uno, gobernar sin demagogia, incumpliendo las promesas; el otro, la descalificación sin pruebas como argumento de confrontación. Del primero, él dijo: «Quienes alcanzan el poder con demagogia terminan haciéndole pagar al país un precio muy caro.» Mientras que del segundo, en su anuncio de dimisión de la Presidencia del Gobierno, fustigó que «el ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución con que se trata de enfocar los problemas del país, no son un arma legítima porque, precisamente, pueden desorientar a la opinión pública en que se apoya el propio sistema democrático de convivencia».

Importantes enseñanzas pendientes en muchos de nuestros países, donde los ejemplos negativos huelgan.


Ningún mejor epitafio que el que, para la posteridad, marca la losa bajo la que Adolfo Suárez González y su esposa Amparo Illana Elórtegui están enterrados en el claustro de la Catedral de Ávila: «La concordia fue posible.»

Referencias


http://www.poesi.as/amach101.htm           
http://wwwrabodeaji.blogspot.com/2014/03/la-muerte-de-un-actor.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario