«El
nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad.» [Albert Einstein]
Ayer leí un posteo de
mi amigo Alfonso Gumucio-Dagron en su Bitácora noticiosa: “Monsieur Chauvin
visita Bolivia” y me motivó a escribir sobre el tema y a “robarle” su exergo
porque difícil sería encontrar mejor definición, aunque no necesariamente
compartiera la totalidad de lo expresado.
Si el acérrimo
ultranacionalista francés y ferviente bonapartista Nicolas Chauvin hubiera
sabido que su apellido sería epónimo de conceptos tan negativos como el odio y
el desprecio a lo ajeno, hubiera sido feliz y superado mejor las burlas de sus
contemporáneos. Pero posiblemente nunca lo supo porque el término chauvinismo
(o chovinismo) fue el resultado de parodias de vaudevilles franceses
posnapoleónicos donde se le ridiculizaba.
El chauvinismo, como
bien menciona Gumucio-Dagron, tiene soporte en la falta de educación, cívica y
social agregaría yo, que genera intolerancia. También esa intolerancia es
resultado de estrechez de percepciones (“nadie es mejor que yo”) porque el
chauvinista se cierra ante lo que desconoce: el ultranacionalismo es una forma
plural de ocultar invalideces.
Y agregaré que también
es, temporalmente, un resultado de situaciones críticas y la necesidad de
encontrar “el culpable”. Nada mejor como ejemplo que el chauvinismo del
fascismo alemán. La derrota del Imperio en la Gran Guerra sumió a Alemania en
una crisis de proporciones inmensurables y en ese momento aparecieron “los
culpables”: los judíos, “expresión del capital”, sujetos víctimas del
antisemitismo consecuente, y los países vencedores (Inglaterra, Francia) como “potencias
del mal” (nada lejos de un cliché más contemporáneo en Latinoamérica),
vencedores y causantes del desastre económico; también el nacionalismo japonés
exacerbó sus valores nacionales y despreció lo foráneo y ambos se justificaron con
sus “necesarios” Die Lebensräume (espacios vitales). Las consecuencias no son
necesarias de recordarlas: destrucción, violencia y muerte (ajenas y propias).
Porque chuavinista no
es sólo quien desprecia otro país sino también quien desprecia a lo ajeno, sea
por religión, por sexualidad, por género, por conocimiento (o desconocimiento).
Chauvinista es el machista, es el homófobo (o el heterófobo, que los hay), el
fanático religioso, el enemigo del conocimiento ("¡Muera la inteligencia!”,
apostilla de lo que el falangista Millán-Astray espetó a Unamuno). Al final de
todo, es una forma de invalidez, de cobardía.
En alemán hay una
palabra antichauvinista: Die Heimat. A diferencia de Der Lebensraum (con toda
su carga negativa ciega de otros y su sublimación absurda del Yo y del
Nosotros), Heimat es “el lugar donde uno se siente bien”, “donde nos
identificamos” y “donde nos identifican, nos aprecian”. Es Patria, pero también
es hogar, amigos, nuestra colectividad. Es, con mucho, base desprejuiciada para
la aceptación propia y ajena y vía liberada de propiocentrismos para poder,
todos, entendernos.
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