martes, 18 de diciembre de 2018

Un mensaje de amor que nunca termina



Como cada año, llega la Navidad y el final de año y todos —creyentes o no— nos preparamos para celebrarla, con fe unos y, los que no creen, al menos con alegre disposición a compartir.

El domingo pasado fue —en los rituales católico, anglicano y de muchas iglesias cristianas hermanas separadas— el tercer domingo de Adviento: el de Gaudete o de la Alegría y es momento de recordar las epístolas del evangelizador Saulo de Tarsos —san Pablo— que nos ha promovido esa alegría durante dos mil años: «Estén siempre alegres»  y nos agrega a los creyentes  «en el Señor» para, a seguido, advertinos: «[…] fíjense en todo lo que encuentren de verdadero, noble, justo, limpio; en todo lo que es fraternal y hermoso; en todos los valores morales que merecen alabanza» [Filipenses 4:4,8]. Un mensaje universal que trasciende cualquier filiación y que el papa Francisco retoma en su primera exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio, 2013) cuando nos previene de la «tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien».

Como también la Natividad de Jesús es mensaje de amor y de esperanza que no termina al final de estas fiestas sino que deberíamos renovar en cada momento de cada año —como los primeros cristianos asociaron el nacimiento de Jesús con el renacimiento del Deus Sol Invictus ("el invencible Dios Sol" romano), fuente de luz y de vida. Pero también es un mensaje de sacrificio por un bien mayor —su hijo—, cuando María decide, para alumbrar a Jesús, afrontar el posible repudio de su sociedad —incluso la muerte lapidada, como aún hoy se practica por adulterio en Nigeria, Somalia, Indonesia e Irán en estricta y cruel aplicación de la sharía, de la que recientemente se salvó la nigeriana Amina Lawal gracias a la protesta internacional.

Contaré una doble y misma lección de amor que recibí. En los años 80, estando en Nicaragua tras la caída del somocismo, pude observar un acto de amor hacia el prójimo y la libertad cuando las comunidades eclesiales de base en Jinotega, Matagalpa, Masaya y Granada (una iglesia viva como por la que poco antes había sido asesinado Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, hoy santo) participaron decisivamente junto con la guerrilla del frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) en la insurrección popular urbana contra la tiranía dictatorial.

En pleno levantamiento (el somocismo fue derrocado en julio), la Conferencia Episcopal emitió el 2 de junio de 1979 su Mensaje al pueblo nicaragüense, afirmando que «el fin de las revoluciones no puede ser otro que el de lograr que ‘el hombre se considere a sí mismo como un ser social’». Juan Pablo II también defendió su comunión con esa lucha: «El camino de la Iglesia es el camino del hombre» (Redemptor Hominis).
Décadas después, algunos de los entonces jóvenes de la guerrilla traicionaron los ideales por los que habían combatido, y el orteguismo, como el somocismo, volvió a masacrar a su pueblo y a sus pastores, y nuevamente la iglesia nicaragüense (vilipendiada, amenazada y agredida) es parte de la lucha de su pueblo contra la nueva dictadura.

Hoy, como siempre, tenemos que recordar lo que nos previenen los Proverbios: «Que nunca te abandonen el amor y la verdad: / llévalos siempre alrededor de tu cuello / y escríbelos en el libro de tu corazón.» [3:3-4]

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