sábado, 4 de abril de 2015

Se acabó el Carnaval... ¿y qué viene ahora?


«El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada […] para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado.» [Atribuida a Marcus Tullius Cicero en el 55 a.C.]

Entre el 10 y el 11 de abril se realizará en Ciudad de Panamá la Séptima Cumbre de las Américas, a tres años de la anterior Cumbre, realizada en 2012 en Cartagena de Indias, Colombia.

Durante varios artículos y columnas en los últimos años he criticado la cumbritis, ese síndrome latinoamericano de reunir continuamente en reuniones “de alto nivel” de sus múltiples —una larga veintena, usualmente inoperantes— organizaciones regionales y subregionales que, por superpuestas, compiten entre sí. Una práctica que beneficia a hoteles y aerolíneas pero perjudica las arcas gubernamentales.

Tan recién como en enero pasado en San José de Costa Rica en la III Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) se reunieron la mayoría de los  jefes de Estado o Gobierno de los 33 países del Caribe y Latinoamérica miembros. Su diferencia fundamental con las Cumbres de las Américas y la Organización de Estados Americanos era que en la CELAC participa Cuba y no participan EEUU ni Canadá, mientras que en la OEA son miembros todos —incluida Cuba, suspendida hasta 2009 y pendiente de negociarse su reincorporación— y en las Cumbres de las Américas participaban 34 países: EEUU y Canadá junto con todos los miembros de la CELAC excepto Cuba… hasta la Sexta.

Porque en esta Séptima se van a dar dos grandes sucesos: la incorporación de Cuba a estas reuniones y el debate sobre el enfrentamiento EEUU-Venezuela, ambos que opacarán las discusiones económicas y de desarrollo fundamentales.

La incorporación de Cuba se la ha rodeado con tanta expectativa mediática que a veces ha bordeado el folletín. Posiblemente lo más importante de la presencia en el mismo evento entre las principales autoridades de Cuba y EEUU será un nuevo encuentro —esperado, no como el de Sudáfrica— entre Raúl Castro Ruz y Barack Obama que dará posicionamiento a las fluidas reuniones entre ambos países desde el anuncio del 17 de diciembre pasado pero que no debe significar ningún avance trascendente —la reapertura de relaciones es una posibilidad avizorable a mediano plazo, no creo inmediata— y no significará que ninguno de los dos gobiernos varíe radicalmente sus posiciones regionales.

Por el contrario, lo que ocupará el eje de la Cumbre será el debate que sobre el impasse EEUU-Venezuela promoverán los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA-TCP) —sobre todo Venezuela y Bolivia, con el posible apoyo de Ecuador y Nicaragua y de dientes para afuera de Cuba (porque, al final, está sustituyendo la pérdida del “mejor amigo” con la captación del “nuevo amigo”)—, posiblemente con el apoyo de Argentina, su gran aliado kirchnerista —la administración de Dilma Vana Rousseff tiene muchos problemas para ganarse otra discusión ahora que la recomposición de sus relaciones con EEUU, visita de ella a Washington por medio, puede ayudarle, y el nuevo gobierno de Tabaré Vásquez Rosas no es tan probolivariano como el anterior de Mujica Cordano, por lo que las participaciones de Brasil y Uruguay en el anunciado enfrentamiento serán mesuradas, si las hubieran. Enfrentamiento que no tendrá visos de solución mientras la debacle socioeconómica del gobierno de Maduro Moros —o de los militares “chavistas” que podrían sustituirlo para defender sus intereses “en nombre de salvar la Revolución Bolivariana”— siga llevando a una escalada de violencia generalizada.

Las Cumbres de las Américas nacieron el mismo año (1994) del lanzamiento de la iniciativa de extender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), vigente entre Estados Unidos, México y Canadá, a una Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) extendida al resto de los estados de la Región —con la exclusión de Cuba—, proyecto que quedara descartado precisamente en otra Cumbre de las Américas, la Cuarta de Mar del Plata en 2005, en un momento de auge y expansión regional de la Revolución Boliviariana del presidente venezolano Hugo Chávez Frías con el apoyo de otros presidentes latinoamericanos como Luiz Inácio Lula da Silva de Brasil y Néstor Carlos Kirchner Ostoić de Argentina, anfitrión de la Cumbre.

Fenecido sin nacer este propósito de la ALCA, los supratemas de estas Cumbres se centraron en integración y lucha contra la pobreza —además del casi transversal de intentar paliar las desmejoradas relaciones entre Latinoamérica y EEUU.

La reducción de la pobreza ha sido un combate regional que, según el Banco Mundial, entre 2002 y 2012 logró bajar de 48% a 25% (CEPAL menciona 28%) la pobreza moderada y de 25 a 13% la extrema, logros loables sin duda alguna pero que, en muchos casos, fueron consecuencia del clientelismo y la prebenda —factores y encubridores de corrupción— que aprovechó ingresos extraordinarios eventuales como si fueran permanentes y no por la creación de fuentes estables de trabajo digno y con remuneración adecuada, por lo que esos avances serán coyunturales y durarán mientras haya recursos disponibles —los del boom de los commodities regionales, ya en su declive— y como no crearon sosteniblidad desaparecen cuando se acaban los recursos extraordinarios. Por eso, estos éxitos podrían revertirse —en algunos ya sucede, como Venezuela y Brasil— por la baja recuperación económica mundial, la progresiva tendencia negativa de precios de las materias primas y la ralentización del acelerado crecimiento económico chino —explicable por muchas causas exógenas y endógenas— que, según la CEPAL, contrajeron el crecimiento del PIB latinoamericano en 2014 a sólo 1,1%, a pesar del importante crecimiento que tuvieron Panamá (7%), Bolivia (5,5%) y Perú, República Dominicana y Nicaragua (5%, todos datos CEPAL).

En junio de 2014, el barril de petróleo se cotizaba entre 100 y 105 dólares, dependiendo del tipo de referencia (WTI o Brent). Un año lleno de problemas y crisis, con países productores —Rusia, Libia o Irak— parte de ellas, debía haber llevado a que el precio del petróleo subiera desmesuradamente como en años recientes —en 2008 el WTI (referente venezolano) llegó a costar 146 dólares. Sin embargo, desde entonces los precios de los hidrocarburos están en acelerada caída libre hasta menos de la mitad del de junio de 2014, sin visos de final. Descartando analizar las causas, las implicaciones para Latinoamérica son disímiles: Para Venezuela el país que flota sobre hidrocarburos— es lo que le faltaba para la bancarrota porque 96% de su PIB depende del petróleo, pero también es crisis —por la alícuota en sus PIBs— para Colombia, para Ecuador y para el  gas boliviano, así como en parte para México —aunque su apertura puede ser oportunidad— y de doble efecto para Brasil —en medio de los escándalos de corrupción encabezados por el de Petrobras: la Operação Lava Jato— y Argentina, porque les costará menos a su industria y población pero paralizará proyectos locales —el multiefecto depresor se nota en los campos del PreSal—, mientras que el resto de Latinoamérica no productora importará más barato.

Regresando al tema de la integración, durante la última década primó lo político e ideológico —inmediatista— sobre lo perspectivo económico. Triunfalista, la Revolución Boliviariana venezolana logró establecer una contraposición efectiva con la menguante influencia estadounidense y de la OEA y a su propia organización —la ALBA-TCP, creada por Venezuela con sus socios ideológicos Cuba, Bolivia, Nicaragua y Ecuador y los oportunistas (por petrodólares) Dominica, Saint Vincent and the Grenadines (San Vicente y las Granadinas), Antigua y Barbuda, Saint Lucia (Santa Lucía), Saint Kitts and Nevis (San Cristóbal y Nieves) y Grenada (Granada) (y Honduras durante el gobierno de Manuel Zelaya Rosales)— supo unir a otros países afines como Argentina —beneficiada financieramente por Venezuela—, Brasil —con el presidente Lula da Silva intentando infructuosamente una hegemonía paralela— y, en menor medida, eventualmente Uruguay. Esta nueva alineación generó la constitución en 2008 —pero efectiva en 2010— de una organización subregional —Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR)— y después otra regional —CELAC, en 2010—, donde el peso del liderazgo del presidente Chávez Frías, con el apoyo de sus países vinculados, dio la pauta de comportamiento de toda la Región, ya fueran afines los demás países o actuaran en previsión de no enfrentársele —y posibles conflictos internos, además de estigmatizaciones (verdaderos chantajes) regionales.

Y esta composición regional es la que está en el eje de los resultados del enfrentamiento EEUU-Venezuela en la Cumbre de Ciudad de Panamá: frente a la situación venezolana —sumamente desmejorada económicamente (por ende disminuidísima en influencia) y cada vez más devaluada en el ejercicio de los derechos humanos— y las sanciones estadounidense contra altos cargos venezolanos sindicados de narcotráfico, corrupción y/o violación de DDHH, los restantes 33 países necesariamente tendrán que definirse: O Latinoamérica posicionará un enfrentamiento conjunto a EEUU —con matices de mayor o menor confrontación— o se quebrará esa falsa unidad, alineando el grupo duro políticamente bolivariano junto con Argentina —y posibles muestras de tímido apoyo de algunos, quizás Uruguay— y distanciándolo definitivamente de otros —encabezados por México, Colombia y Costa Rica— que rehuirán del “chantaje regional” de una empobrecida Venezuela —y, por ende, de la ALBA—, mientras que otros, encabezados por Brasil —y quizás incluso Cuba para no enturbiar el acercamiento a su nuevo amigo necesario—, tratarán de reducir la tensión.

De suceder este segundo escenario, será el final —efectivo para sus propósitos originales al menos— de UNASUR y CELAC. Y yo, definitivamente, no creo que suceda el primero.

Referencias


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