Este domingo oí la misa en una parroquia en Lima, Perú.
La homilía estaba dedicada a un tema que nos atinge a todos: construir un país fraterno, justo y solidario. Como Perú está en un período electoral, la importancia de reflexionar sobre cómo la clase política, la corrupción y los valores éticos son aspectos fundamentales tras el fin de conseguirlo se convertía en una necesidad perentoria e ineludible.
Pero la reflexión era tan cercana a cualquier latinoamericano que podíamos haberla oído –y seguro ya la hemos escuchado y leído muchísimas veces– en La Paz, en Buenos Aires, en México o en cualesquiera de nuestros países: la vocación de servicio a la comunidad, para muchos políticos que aspiran a ocupar –u ocupan– cargos electivos, como valor ético está reemplazada por la búsqueda del beneficio personal o sectario. Los valores que constituyen la virtud –como fuerza de las acciones– de un servidor público están lamentablemente tergiversados cuando lo que ese político busca es que la comunidad sea la que le sirva, degenerando su responsabilidad ante la sociedad que lo eligió por el mal uso público del poder en pro de beneficios obtenidos mediante la corrupción.
Y la corrupción –que es el hecho de pasar del ser al dejar de ser– es, como lo define entre siete precisas acepciones el Diccionario de la Real Academia Española, la pudrición –la perversión– de algo vivo y su viciar. Porque eso es lo que la corrupción conlleva al ser público que la practica: la destrucción de los valores que motivaron su elección y el enviciamiento de su vida pública, dejando de ser un ser social –de servicio a la sociedad– para convertirse en un enemigo de esa misma sociedad.
Pero esta reflexión va aparejada con otra, también importante: ¿Dónde le enseñamos al que será ese hombre público –cuando aún es un proyecto de ser social: un niño, un preadolescente– esos valores que son la virtud de su vida social? La respuesta debería ser en la escuela, que es el lugar de formación de la personalidad y la consciencia social de todos nosotros. Pero el común de nuestra escuela latinoamericana, no importa la latitud y a pesar de sus honrosas excepciones –que para eso son las excepciones: para demostrar por comparación–, es cada vez más donde prima la información sobre la formación.
Si bien este comentario partió de una reflexión religiosa, para nada tiene que circunscribirse a este ámbito, aunque no deje de tener una gran relevancia, más allá de su denominación. Los valores practicados de nuestras sociedades deben ser el resultado del ejercicio de la virtud individual como antítesis del vicio social, y la incorporación de estos valores son responsabilidad de los actores de la formación de los niños y jóvenes: la familia, la escuela y la sociedad en su conjunto; sin embargo, la escuela debe tener –en su permanente función de formar al futuro individuo social– la obligación de inculcar la virtud pública en los educandos, pero descartando sectarismos y tendencias.
El ejercicio de esta virtud pública, la del servicio social y no del beneficio individual, no sólo hará transparentes las sociedades sino hará que se generalice la recuperación de la confianza social y, entonces, seremos más libres.
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